Empiezo el año con una nueva serie de memorias, sucedidos que uno ha vivido y que, con ésta, hago la entrega número once. También cumplo cien artículos para esta tribuna que me brinda ExpoFlamenco, que inauguré en enero de 2021 con el título A cuerda pelá.
Es bien sabido, y si no lo saben se lo digo yo, que los grandes maestros de la guitarra habitualmente reciben de los guitarreros ejemplares de su taller a fin de promocionar las sonantas con su firma. A nadie se le escapa que una guitarra en manos de un grande es la mejor promoción que un luthier pueda soñar. Y en el caso del más grande, era quizás demasiado habitual. Un día Paco de Lucía me confesó en el camerino del Stadthalle vienés, un palacio de deportes con cuatro mil asientos que el de Algeciras llenaba cada vez que iba a la capital austríaca, que no sabía qué hacer con tanta guitarra que le regalaban. Allá dónde iba siempre había algún constructor que, ni corto ni perezoso, “donaba” su instrumento más primoroso al genial tocador andaluz para que llevara su nombre por el mundo adelante.
Lo que voy a relatar a continuación no es fantasía, ocurrió una noche creo que de 1985, en el restaurante español La Bodega Manchega, regentado por mi amigo Juan Hernández, local en el que mi menda lerenda tocaba una vez por semana y al que el Sexteto de fenómenos del Gran Jefe se trasladaba siempre después de sus conciertos en Viena. Recuerdo la vergüenza que me daba cuando coincidían los conciertos del Sexteto con mis bolos en aquel local cercano al Friedensbrücke del noveno distrito. Mi antigua amistad con Rubem Dantas me abría las puertas del camerino de Paco y así pude realizar uno de mis sueños, conocer en persona a aquellos musicazos, especialmente a Jorge y a Carlos, a quien yo admiraba de sus años junto a Max Suñé y Salvador Niebla, en aquel prodigioso Trío de finales de los setenta. Y nada, cuando acababa el concierto, aún temblando de la emoción que me producía escuchar aquella banda flamenca, yo cogía corriendo el metro y me subía al escenario de un metro cuadrado que Juan había instalado al fondo del restaurante. Sacaba mi guitarra Alhambra F, un tanto destartalada por los golpes a la que era sometida (uno que es bruto tocando) y entonces entraban Paco, Pepe, Ramón, Jorge, Carles, Manuel Soler y mi Rubem. El bodeguero los sentaba en una mesa ya reservada y yo empezaba con mis rumbas. Paco me miraba con compasión, seguramente pensando: “Míralo ahí, el poretico, maltratando la pobre guitarra mientras busca la vida”. La verdad que todo el grupo me trataba con cariño, yo no me separaba de ellos los días que estaban en Viena, que siempre eran cuatro, el de llegada, el del concierto, el del concierto de prórroga por haberse agotado las entradas en día anterior y el día de viaje a la siguiente ciudad, normalmente a las vecinas Budapest o Praga.
«Paco le endiñó un picado y se la devolvió al luthier, emocionado por el hecho de que el más grande hubiese puesto sus benditos dedos sobre el diapasón que con tanta pasión había construido. Y el hombre entonces le dice que no, que es un regalo, que se le regalaba.»
Resulta que esa noche, después del primero de los tres pases de cuarenta y cinco minutos que me raspaba, un guitarrero vienés llevó una de sus guitarras a la Bodega, la sacó de su funda, blanca, impoluta, oliendo a taller, y se la mostró a Paco. Recuerdo que la cogió primero Pepe y le sacó sonido con unos rasgueos pasándosela a su hermano pequeño para que diera el visto bueno. Paco le endiñó un picado y se la devolvió al luthier, emocionado por el hecho de que el más grande hubiese puesto sus benditos dedos sobre el diapasón que con tanta pasión había construido. Y el hombre entonces le dice: ¡que no, que es un regalo! Que para él era todo un honor que la tocase, a lo que el algecireño, perro viejo en esas lides, le contestó que de ninguna manera, que un instrumento así cuesta mucho hacerlo y que debería darle mejor vida. El otro, creo recordar que se llamaba Paul (el apellido no lo sé), decía que no, que la había hecho pensando en él. Que había querido dársela en el Stadthalle pero no pudo acceder a los camerinos, así que se trasladó al restaurante sabiendo que era donde normalmente iba el grupo después de sus conciertos en Viena. Ante la insistencia, Paco accedió, con cara de circunstancias. Yo presenciaba la escena y el genio me miró en aquel momento. Con los ojos me decía, “ves, lo que te contaba antes en el camerino”. Yo asentí nervioso por la complicidad de aquella mirada. Paco de Lucía, aún en las distancias cortas, imponía, a mí al menos siempre que estuve cerca de él me infundía un respeto que, si no me cuadraba al verle era por no hacer el ridículo, pero confieso que a veces me lo pedía el cuerpo.
El guitarrero, una vez cumplida su misión, después del segundo pase se marchó. Terminé mi trabajo de aquella noche y me senté en la mesa donde, como siempre ocurre con los flamencos, todo era broma, chanza y guasa, risas constantes. Aquella gente eran una familia, inseparables, felices de estar juntos. Fueron sin duda los años dorados del grupo que Paco había logrado juntar para llevar el flamenco, cual banda de rock&roll, por los escenarios más grandes del mundo. Con aquel sonido potente que te golpeaba el estómago, con la pulsación sobrenatural del maestro y el apoyo rotundo del cajón flamenco, inaugurado pocos años antes en manos del bahiano Rubem, y por supuesto el bajo sin trastes de Benavent, tocado con púa, extensión octava baja del pulgar de Paco. Yo era el más feliz del mundo allí sentado, riéndome con ellos y sus ocurrencias.
Entonces me levanté al servicio y cuando vuelvo, Paco me da la guitarra recién regalada por el guitarrero vienés y me dice, toma, para ti, que yo tengo quinientas en casa. Me quedé sin habla. La verdad que mi Alhambra estaba hecha polvo y eso era algo que no se le escapaba a Paco. Me quedé sin palabras. Paco me susurró, guárdala en la funda y te la llevas, discretamente, que nadie se entere. Así lo hice (la foto que ilustra este artículo es de momentos después de aquello).
Ya nos íbamos, y le dije a Juan que dejaba mi guitarra allí, que ya la recogía a la semana siguiente, y me marché con la nueva ¡¡¡regalo del Gran Jefe!!! La vida continuaba. Yo, como siempre, a las ocho a la universidad, y a las seis de la tarde a la ópera, para ver, de pie, lo que pusieran. Fue un hábito que tuve en mis nueve años en Viena. Iba a diario a la ópera, que costaba nada para los estudiantes, eso sí, de pie (Stehplatz). Después de la ópera me iba, con mi guitarra, a cantar donde tocará aquel día: Roter Engel, Macondo, Papas Tapas, El Túnel, El Andino, La Bodega, donde fuera. Todos los días. Cómo si no iba a pagarme los estudios en una ciudad cara carísima como Viena, y la verdad, está mal que yo lo diga, pueden confirmarlo los que vivieron aquellos años, con mis rumbas y sevillanas formaba el taco en cada bolo. Hasta que una noche, más o menos un mes después del sucedido que acabo de relatar, apareció aquel guitarrero por el Roter Engel increpándome que la guitarra que tocaba era suya y que había sido un regalo para Paco. Le dije que el maestro me la había regalado, a lo que me contestó, agárrense, ‘pues me la tienes que pagar’. Después de intentar convencerle de que no, y a fin de evitar un altercado a la vista de la vena en el cuello de aquel hombre según me increpaba, y siendo yo también consciente de la putada que para él suponía regalar el trabajo de varios meses para acabar en mis manos, le dije que se la pagaba a plazos. Y así es como estuve treinta semanas pagándole cien chelines hasta completar la deuda de tres mil en la que el hombre había valorado el instrumento. Las cozas.