Festival de Pilas: el peso de la sangre y la apología del cante lento
Crónica del XXXVII Festival Flamenco Villa de Pilas. Actuaron, entre otros, Manuel de la Tomasa, Soledad Estepa y Rancapino Chico. «A pesar de todo, siga usted cantando así, Alonso. Como mínimo. Y el de la Tomasa, también. Puliendo el diamante de soníos negros que atesora en su garganta».
El auditorio de la Casa de la Cultura del pueblo de Pilas (Sevilla) vistió una noche fresca los coletazos del verano con un cartel que parecía interesante. Es de admirar que una localidad de catorce mil habitantes programe ya la trigésimo séptima edición de su festival flamenco, que comenzó puntualmente. Pero no es de recibo no habilitar la venta anticipada de entradas (por cierto, extremadamente baratas: a tres euros); olvidar incluir palmeros y un cantaor en su cartelería; y sobre todo, disponer de un pésimo sonido, como de verbena, con el que estuvieron peleándose los artistas durante toda la actuación. Cada vez que cantaron sin microfonía, se pudo disfrutar más de los matices de sus voces con la acústica natural del espacio.
Abre la noche un gitano joven con credenciales en los apellidos. Corre por sus venas la casta de los Torre y de los Tomasa. Acompañado a las palmas por Juan José Amador El Gordo y Frasco del Chacón, y a la guitarra por David de Arahal, que despliega la sensibilidad y el gusto del mar verde que le rebosa, pisa fuerte las tablas Manuel de la Tomasa, abriéndose el hueco que le corresponde por méritos propios y por los que se requieren para honrar el peso de la sangre.
«Es en la seguiriya, santo y seña de su casa, donde Manuel de la Tomasa se retuerce de gusto, se empuña las mangas de la chaqueta y le echa los reaños que ni le caben por edad. Se lamenta y sus quejíos son jirones jondos para restregárselos por el pecho y rebuscar en el origen del dolor»
Se templa por alegrías introduciéndola con melodías nuevas de su propia cosecha, como en gran parte del repertorio que desgranó después. Sin dejar de reverenciar a Cádiz en sus maneras y tomar algo prestado que evocara a Camarón. No aprieta demasiado en los bajos para aguantarlos con sabor, mostrándose más hecho que hace años y dándole el empujón justo donde se debe. Ya algo más calentito y de menos a más, homenajea a Rafael Romero con la caña. Le mete otros ayeos que lejos de afear se constituyeron como una aportación personal para hacer algo más suyo el cante, respetando al maestro en una osadía acertada que causó sensación en el público que despedía en pie cada palo. Hasta la entrada por tientos arranca oles y aplausos del respetable, porque empieza a encontrarse a gusto. Se acuerda de Pastora Pavón y alterna tradición y presente con su voz de almíbar. Le suma un ramillete de letras por tangos y la ovación se repite. Pero es en la seguiriya, santo y seña de su casa, donde Manué se retuerce de gusto, se empuña las mangas de la chaqueta y le echa los reaños que ni le caben por edad. Se lamenta y sus quejíos son jirones jondos para restregárselos por el pecho y rebuscar en el origen del dolor. Se olvida del micro para hacer el macho y aún resuenan sus entrañas flamencas en las entretelas del sentío. Originales bulerías para aliviar y luego con dos fandangazos de ole pone el broche a una actuación donde lo dio todo, poniendo el corazón en el tablao. Es un cantaor viejo escondío en un gitano rubio de 22 años que estudia el repertorio e intenta renovarse cada vez que sube a la tarima, demostrando profesionalidad, responsabilidad y afición. Sin duda, el plato fuerte de la noche. ¿Quién canta ahora después de Manué?
Llega el baile: Soledad Estepa, acompañada al cante por Armando Mateos y Manuel Romero El Cotorro, que no estaba anunciado. Eduardo Rebollar a la guitarra: torpe, con ejecución imprecisa y sucia de las falsetas, pero acompasado en la medida de los tiempos. Si bien estamos acostumbrados a un preludio del cuadro que antecede la salida de la bailaora, su intervención se hizo demasiado amplia y cansina. Comienza Armando por peteneras acordándose especialmente de la Niña de los Peines. Luego El Cotorro por malagueña y abandolaos. Soledad baila por alegrías. Otra tanda de cantes: Armando por marianas y El Cotorro por bulerías. Culmina Soledad por levante con remates de tangos. Un espectáculo donde se evidencia el ensayo y el trabajo previos, con unos cantaores que muestran afición y conocimiento, técnica, entrega y buenas intenciones. Pero carentes de calor y pellizco en intervenciones extensas que se antojaron aburridas. Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Lo no tan bueno… Pudiendo ahondar en detalles, se prefiere el silencio, que en estos tiempos parece ser más respetuoso que una crítica sincera a la que muchos artistas culpan de robarle el pan. Como no soy amigo de lo ajeno, a mí que me registren.
«En Rancapino Chico, entre otros, se observa el inicio de una moda que ralentiza el cante hasta el límite de perderse sin retorno en una especie de apología del cante lento, reconfigurando los estilos acompasaos haciéndolos parecer cantes libres. Tampoco es cualquier guitarrista el que es capaz de acompañar tantos silencios»
El viento chiclanero arroja la estampa morena de Rancapino Chico al escenario. Le espera la extraordinaria sonanta de Antonio Higuero y las palmas de Cantarote y Edu Gómez. Empieza por soleá. Alcalá, Talega, El Machango… y remata valiente con ese Doló de mare mía que nos trae el recuerdo de Fernanda de Utrera. Prosigue por alegrías, salpicando la sal que lo impregna desde la cuna, para pasar a los tientos. Luego se recrea en los tangos camaroneros y ceperianos, incluyendo también letras alusivas a sus niños y su estirpe, para terminar por bulerías y echar el cerrojo a la noche caracoleando, al aire, con dos fandangos.
No voy a ser yo quien le ponga llave a la sensibilidad y formas cantaoras de este gitano. Pero en Alonso, entre otros, se observa el inicio de una moda que ralentiza el cante hasta el límite de perderse sin retorno en una especie de apología del cante lento, reconfigurando los estilos acompasaos haciéndolos parecer cantes libres. Tampoco es cualquier guitarrista el que es capaz de acompañar tantos silencios, dando entradas sin respuesta, buscando anclarse a un compás olvidado, como lo hizo Antonio Higuero esa noche, devolviéndole cordura a los palos con maestría, pulcritud y gran belleza. Y no se trata de limitar la creatividad artística de Rancapino si quisiera entrar y salir del tempo para jugar con el ritmo, pero una soleá no es una trilla, ni los tientos son martinetes. Tiene a su favor dulzura, buen gusto y las medias voces que encandilan cual susurros que cuentan secretos al oído. No todo el mundo puede enamorar bajito y dominar esas maneras. Es inteligente y ofrece lo que tiene y lo que sabe que crea expectación en el público por más que ya vaya resultando en su contra, al caer en la monotonía machacona de un repertorio repetitivo que deja de sorprender. Además, para colmo, figura en la mayoría de festivales. No quiero decir con esto que no duela, que me disguste, ni le falte la calidad y flamencura que sin duda lo caracterizan, pero lo estimo algo acomodado y echo en falta el riesgo, el rozarse en más ocasiones, echar las asaúras… A pesar de todo, siga usted cantando así. Como mínimo. Y el de la Tomasa, también. Puliendo el diamante de soníos negros que atesora en su exquisita garganta.