Recuerdos de Paco Toronjo y Diego del Gastor
Llegado el mes de julio, la memoria obliga a bosquejar dos de mis muchos recuerdos, como son el adiós de Paco Toronjo, de quien el día 2 se cumple el 25º aniversario, y la muerte de Diego del Gastor, del que el viernes 7 reviven los 50 años de su despedida.
Alguien dijo que los recuerdos son las formas de aferrarte a las cosas que no quieres olvidar. Y llegado el mes de julio, la memoria obliga a bosquejar dos de mis muchos recuerdos, como son el adiós de Paco Toronjo, de quien el día 2 se cumple el 25º aniversario, y la muerte de Diego del Gastor, del que el viernes, día 7, reviven los 50 años de su despedida.
Aquellas ausencias, como todas las referidas a personajes queridos, se convirtieron en remembranza, y cada mes de julio nos refundimos con ellos buscando en el lector al confidente con quien compartir las vivencias, como las constatadas con Paco Toronjo, al que velamos en la Peña Flamenca de Huelva tras fallecer en su domicilio de la Avenida de Andalucía junto a Antonia, la mujer que mejor lo conoció y comprendió.
Podría parecer disparatado que la capilla ardiente se expusiera en la Peña, de donde fuera invitado a cerrar la puerta por fuera junto a otro amigo, el compañero Miguel Acal. En solidaridad, me fui con ellos. Ya en la Plaza Paco Toronjo, éste subió al piso a por el perro, y todos reunidos, hablando de lo que a nadie le importa –dixit Toronjo–, se nos acercó un policía local para advertir irritado: “Paco, que no se vaya a mear el perro”.
Ninguno estábamos para mucho discutir, pero sorprendidos por el tono, los tres asentimos por la reprimenda aunque sin darle conversación al incitador, que es lo que pretendía. El agente, sobrado de autoridad, y molesto por nuestra apatía, se puso insolente y reiteró hasta tres veces la advertencia, con lo que Paco, que repudiaba a los tontos de baba, miró al perro y le reclamó: “Perro, méate y cágate, que pa eso estás en tu Plaza”.
Mi amistad con Paco venía de mi ‘hermano’ Onofre López, cuando en junio de 1978 cantaba en el Tablao La Trocha. Hasta el local de la Ronda de Capuchinos acudía toda la jet set de Sevilla. Una noche en que estaba la duquesa de Alba con las amigas, le pidieron a Paco de manera insistente un fandango borde. Manolo Bernal, dueño y componente del grupo Los de la Trocha, le advirtió que si lo hacía, lo echaba del local. Onofre y yo, expectantes, porque sabíamos que en cuanto se tomara dos chapitas más, se lo cantaba. Como así fue. Agarrado a la silla, Paco les regaló a las ostentosas damas el siguiente fandango: A la fuente del madroño / llevé a mi novia a beber; / a la fuente del madroño,/ y camino de Guillena / le di un mamazo en el coño, / no he visto cosa más buena.
«Y el 2 de julio de 1998 falleció Paco Toronjo. El féretro partió al día siguiente hacia Alosno ante la ausencia de las grandes figuras del cante. Salvo El Cabrero, que envió una corona de flores, sólo aparecieron por la Peña Flamenca de Huelva Pepe Peregil y El Pele»
Casi veinte años después, en el homenaje a beneficio que le organizó Onofre en el Foro de La Rábida, allá por 1997, y por el que fue criticado –¡encima!– en un miserable medio local que no publicó mi carta de réplica como presentador con el asiento contable incluido, nos relataba Paco Gandía a Manolo Sanlúcar, Lebrijano, El Torta, Mercé y quien firma, su anecdotario con Toronjo, hasta que éste, que estaba recién operado de la garganta y viendo cómo nos revolcábamos de la risa, se me acercó al oído y me dijo: “Martín, ya no tengo más lágrimas, da en tu periódico las gracias a mis gentes, a Andalucía, pero que esperen, porque me pienso morir cantando”.
Poco después me concedió su última entrevista en una de aquellas reuniones inolvidables en la Hermandad del Rocío de Huelva con Lebrijano y Onofre. Y el 2 de julio de 1998 falleció. El féretro partió al día siguiente hacia Alosno ante la ausencia de las grandes figuras del cante. Salvo El Cabrero, que envió una corona de flores, sólo aparecieron por la Peña Flamenca de Huelva Pepe Peregil y El Pele, que se lamentaba de que la capilla ardiente no la dispusieran en el salón de plenos del Ayuntamiento. Los restos de rey del fandango de Huelva serían depositados en el panteón familiar, junto a su bendita madre, la Juana Miguel, y en el obituario de Diario 16 recordábamos que, también un 2 de julio, dijo adiós su admiración preferida: “Tomás fue un genio tan grande que murió en la soledad. Sólo el pueblo soberano sabía lo que perdía”. La historia volvió a repetirse.
Empero, se puede estar en soledad pero nunca solo. Como Diego del Gastor, que, aunque rechazó las tentaciones del profesionalismo, realizó una turné por Zamora y Bilbao en febrero de 1939 con Manuel Vallejo, gira que no acabó bien por falta de entendimiento, de ahí que se extendiera su fama de raro, el complemento ideal para su sabor flamenco, único, diferente, y la justificación de pulsar las cuerdas cuándo y dónde le apetecía.
Diego, en tal sentido, era un personaje más bien enigmático y, por tanto, infrecuente, aunque como me repetía mi buen amigo Joselero, su cuñado, casado con su hermana Ángeles, conocida por Amparo, era cariñoso y solo se encontraba a gusto con sus amigos, con los que estaba como pez en el agua, aquellos que, como me decía Donn E. Pohren, sabían que en Diego lo más importante de todo “no es lo que toca, sino cómo lo toca”.
Diego acompañó, sin embargo, a grandes figuras de distintas generaciones. Y si a Morón le cambiaría el curso de la historia con Diego, a Diego le marcó el curso de la vida. En 1961 llegó a Morón como contable de la Base Militar Donn E. Pohren, flamencólogo y guitarrista estadounidense, y compra el año 1965 la Finca Espartero, a unos 3 km. del pueblo, en la carretera de Coripe. Se la buscó Diego en invierno de 1964, y en otoño de 1965 Pohren se trasladó a la finca con su mujer, Luisa Maravilla, y su hija Tina.
«Cincuenta años después, la música de Diego del Gastor sigue viva. Su nombre está escrito con letras de oro en el pentagrama de la música porque se convirtió en un guitarrista genial y no en un tornillo de los que sustentan la máquina de los rascatripas»
La inauguró en abril de 1966 y montó un negocio en torno a Diego: tres juergas a la semana y/o clase con Diego y compañía. Fue un Centro para el Flamenco, un santuario de peregrinación de guiris. Llegaban en autobús y se instalaban en la taberna más flamenca que he conocido, en Casa Pepe, en la Plaza de San Miguel. Allí se reunían con los artistas y de noche a la finca, tras ser recogidos por Pohren en el Land Rover, hasta la mañana siguiente, donde tomaban café en el Bar Nuevo Pasaje con Manolito María, Joselero y Papas Fritas (léase El Poeta de Alcalá).
Pero Diego no labró su trayectoria artística proyectando un futuro, sino disfrutando en cada momento del mundo inmediato. Tanto en Espartero como en la Peña Los Llorones (el taller del pintor Pepe Moreno, amigo cabal) entre 1966 y 1970, Diego fue el alma de la finca hasta su muerte, en que cesaron las actividades. Acabó la temporada de 1973 y el matrimonio Pohren se fue alejando de Morón para pasar temporadas en Madrid. La finca la venderían en 1977 para asentarse definitivamente en la capital del Reino.
Pero la vida, como aprendimos de Jorge Luis Borges en Triana, es una muerte que viene.
Ni tan siquiera un genio la puede sortear. Porque aquel sábado 7 de julio de 1973, de manera repentina y de un infarto de miocardio, a las tres y media de la tarde y en estado de soltería como un ser nacido para ser libre, sin ataduras ni compromisos, tuvimos que afrontar su despedida. Su cuñado Pepe Gómez, padre de mi compadre Paco del Gastor, me relató su última apoplejía, su último derrame cerebral. Aquella noche se iba a celebrar el XI Gazpacho Andaluz en homenaje a Fernanda y Bernarda de Utrera, que obviamente fue suspendido en señal de duelo.
Enterrado el domingo 8 de julio de 1973 a las once de la mañana, fuimos unas tres mil personas las que lo acompañamos desde San Miguel al Ayuntamiento, donde se le impuso el Gallo de Oro, para luego recibir cristiana sepultura en el Cementerio Municipal de Morón de la Frontera.
Cincuenta años después, su música, la que aportó a la sociedad cultural de España una escuela de ritmos definidos y punzantes, densamente cadenciosa, con golpeos gravemente transmisores, sin armonías, pero impregnada de una sencillez técnica que es, paradójicamente, la que dificulta hasta a los más avezados, sigue viva gracias a quien se decidió a ser auténtico en lugar de ser simplemente uno más desdibujado en la multitud. Su nombre está escrito, pues, con letras de oro en el pentagrama de la música porque se convirtió en un guitarrista genial y no en un tornillo de los que sustentan la máquina de los rascatripas.
Imagen superior: Fernanda de Utrera y Diego del Gastor. Foto: Steve Khan
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