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La leyenda centenaria de Fernanda

Celebramos el centenario de una de las más geniales cantaoras del cante gitano de todos los tiempos: Fernanda Jiménez Peña, Fernanda de Utrera. Y así lo cantó José Menese: 'Ni la alondra malhería / que con su canto muriera / se quejó con más dolor / que Fernanda la de Utrera'.


En el flamenco somos muy dados a rematar a los nuestros con el olvido, es decir, a no recordar, o a no hacerlos presente, cuando, paradójicamente, el inconsciente guarda aquellos recuerdos o sentimientos que no quieren perpetuarlos en el tiempo. Vivimos la vida en el presente, pero sin reconocer que el pasado es el vínculo con lo que somos.

 

Descoser los labios con el olvido es no recordar, y “si el olvido es la forma de burlarse de la historia, y para eso está la memoria” –Mario Benedetti dixit–, nobleza obliga rememorar el centenario de mi comadre la Ilma. Fernanda de Utrera, la voz que puso Dios en la tierra para ensanchar mis horas alegres. Porque hace cien años tuvo lugar en Utrera uno de los acontecimientos más importantes de la historia. El 9 de febrero de 1923 nació Fernanda Jiménez Peña, puntal de inspiración gitana y la cantaora que llegaría a ser única porque cuando cantaba nunca se nos venía a la mente el recuerdo de los demás.

 

Hija del alcalareño José el de Aurora y de la Chacha Inés, la de Pinini de Lebrija, vino al mundo en el número 20 de la utrerana calle Nueva, universidad familiar y parada obligada de las grandes figuras de entonces, donde junto a su hermana, mi querida Bernarda, encontró el mejor aprendizaje flamenco y la firme convicción de que la valía de su arte se haría más perdurable por lo que fue capaz de atesorar y personalizar, que por las precipitadas y efímeras dilapidaciones que a nada conducen.

 

El Tío José las dio a conocer allá por 1946 en la Feria de Sevilla como cantaora y bailaora, respectivamente. Y “las niñas”, como las llamó siempre Antonio Mairena, debutaron en el cine dos años después en Duende y misterio del flamenco, de Edgar Neville, estrenada en Madrid a finales de 1952. Empero, el debut profesional se produjo en 1957, año en que, merced a que Antonio Mairena convenció al padre, disfrutaron de un contrato de tres meses en el tablao Zambra, de Madrid, de donde pasaron a El Corral de la Morería gracias a Pastora Imperio, convirtiéndose desde entonces en embajadoras femeninas de la grandeza cantaora de Utrera.

 

Cuando Fernanda contaba con 39 años de edad y vivía en la calle Antón Quebrado número 11, solicitó su admisión en el examen para el carnet profesional de artista, vinculándose, como así reza en la solicitud, “para la especialidad de circo y variedades”, que era donde se incardinaba el flamenco, exhibiendo Fernanda por entonces un repertorio conformado por “fandangos, bulerías, soleares, martinete y alegrías”.

 

 

«Propongo un reconocimiento: que cada acto que se programe de flamenco en este año de 2023 arranque con un minuto de aplauso en honor de la leyenda centenaria de Fernanda de Utrera. Se lo merece»

 

 

Aquella prueba, que a veces echamos de menos hoy día, tuvo lugar en Sevilla el 27 de octubre de 1963, fecha en que la sociedad ya va asumiendo que la ilustrísima señora, que surgió entre el desasosiego de un corazón amante de lo bello y el deseo autoconfesado de musicar sus propias vivencias, constituía la cima de los Pinini, una gloriosa rúbrica a la exteriorización de unas formas salidas de la intimidad familiar.

 

Su biografía la publicamos en 1999 y está a la espera de revisarla. No obstante, señalemos que bebió en los vientos de infinitas madrugadas hasta heredar el sentido épico de la raza calé. Mas lo suyo no era una expresión dramática en el sentido clásico del término, sino una exposición heroica y monumental de una serie de ideas y pensamientos gitanos expresados tanto con la voz y el sentimiento como vehículo principal, como con la intervención de su hermana Bernarda en labores de apoyo.

 

Llegada la hora del momento supremo, de cuando un agarrón en el vestío anunciaba lo que habría de venir, Fernanda sublimaba el cante hasta extremos sobrenaturales. Daba tanta unidad y coherencia que hasta lograba crear una atmósfera de emocionada desolación, de amargura sin estridencias, de acatamiento, en suma, de un destino final que se iba perdiendo entre las sombras de esa voz angustiosa a la que entraban ganas de decirle: “¡Basta! Ya no puedo más. Es imposible tanta enajenación”.

 

 

 

 

Cuando esto ocurría es porque Fernanda había vertido en la voz su alma de mujer y de artista. Había expresado con el cante todas aquellas emociones que las palabras no pueden decir. Toda ella se había transmutado en un poema de jondura digno de la ilustre fuente en que bebió, en tanto que una embriaguez que conducía a una electrizante apoteosis nos indicaba que habíamos sido presa del Cante, con mayúsculas.

 

Sí, querido lector. Fernanda elevó la presencia de la mujer en los festivales a la categoría de arte, y contribuyó con ello a impulsar un proyecto de futuro libre de prejuicios y de discriminación por razón de sexo. Su propuesta se nutrió, además, de las cantiñas de su abuelo Pinini, las seguiriyas de Jerez y Cádiz, y los fandangos de El Curilla, Aznalcóllar y Caracol, sin olvidar los tientos y tangos de Triana y Cádiz o los cuplés en aires de bulerías para escuchar, a más de evidenciar –repito– que no era una cantaora por soleá, sino la soleá misma.

 

Como reina de la soleá, el nombre de Fernanda se perpetuó para siempre en la historia del mejor cante gitano de todos los tiempos, con la salvedad de que sus soleares no son los cantes de esa Utrera esnobista que todo lo confunde. Craso error, porque salvo en un solo estilo de La Serneta (Prevelico del sentío) que ya redefinió Antonio Mairena en 1966, Fernanda no tiene nada que ver con la que históricamente se ha convenido en llamar escuela de Utrera por soleá, ya que ella es creadora de sus propios estilos.

 

 

«Fernanda había vertido en la voz su alma de mujer y de artista. (…) Toda ella se había transmutado en un poema de jondura digno de la ilustre fuente en que bebió, en tanto que una embriaguez que conducía a una electrizante apoteosis nos indicaba que habíamos sido presa del Cante, con mayúsculas»

 

 

Fernanda, cuando fijaba el tono de LA “por arriba”, abordaba variantes de las escuelas de Triana, Utrera y Alcalá. ¿Pero eran, en puridad, los estilos que se adjudican a Noriega, La Andonda, La Serneta y Joaquín el de la Paula? Ni por asomo. Las soleares de Fernanda no son ni de Utrera, ni de Triana, ni de Alcalá, ni de nadie. Sólo de ella, por más que se originen igualmente en Juaniquín, Machango, Juan Talega, El Mellizo o Paquirri.

 

Fácil es constatar, por tanto, que celebramos el centenario de una de las más geniales cantaoras del cante gitano de todos los tiempos. Y de la misma manera que hoy hablamos de los cantes de Chacón, Manuel, Tomás, Pastora, Marchena, Talega, Vallejo, Caracol o Mairena, las nuevas generaciones –sólo La Macanita puede ahondar en sus huellas– hacen lo propio con los cantes de Fernanda de Utrera, el duende tallado en forma de mujer que, en consecuencia, no es una vuelta a los orígenes, sino el principio mismo de lo jondo. Y así lo cantó José Menese: Ni la alondra malhería / que con su canto muriera / se quejó con más dolor / que Fernanda la de Utrera.

 

Fernanda, que le cortó las uñas a mi hija Cristina y con la que compartí incontables fiestas para la memoria con mis llorados Anselmo Cruz y Antonio Bascón Torres, y la guitarra tan singular de Paco del Gastor entre los acordes habituales además del taranto, cartagenera, seguiriya, liviana o malagueña, fue en su tiempo la guía espiritual de los que se tenían por muy flamencos, pero hoy es un bien del mayor Interés Cultural que debiera ser protegido y divulgado porque forma parte del patrimonio cultural de España.

 

Lo antedicho obligaría a ponerla en valor, empezando por el Ministerio de Cultura y Deporte, que parece que le tiene alergia a lo jondo, cuando en 2004 le concedió la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes; la Junta de Andalucía, que ha dejado de confiar en la perla identitaria más preciada y que le otorgó a duras penas la Medalla de Andalucía en 1994; la Diputación Provincial de Sevilla, que la proclamó en 1998 Hija Predilecta de la Provincia de Sevilla; el Ayuntamiento de Utrera, que el 9 de febrero va a celebrar un Pleno Extraordinario en honor de quien es su Hija Predilecta desde 1994; y la Confederación de Peñas Flamencas de Andalucía, junto a la Federación de Peñas de Sevilla y la Peña Curro de Utrera.

 

Ese ha de ser el compromiso institucional. El mío es la necesidad de un reconocimiento: que cada acto que se programe de flamenco en este año de 2023 arranque con un minuto de aplauso en honor de la leyenda centenaria de Fernanda de Utrera. Se lo merece.

 

 

→  Ver aquí todos los artículos de opinión de Manuel Martín Martín en Expoflamenco

 

 


De Écija, Sevilla. Escritor para el que la verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio. Entre otros, primer Premio Nacional de Periodismo a la Crítica Flamenca, por lo que me da igual que me linchen si a cambio garantizo mi libertad.

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