Enrique de Melchor, diez años después
El 3 de enero se cumple el décimo aniversario del adiós de Enrique de Melchor (Marchena, 1950 - Madrid, 2012). La muerte no borró su nombre, porque se convirtió en parte de nosotros. «Evolucionar no es transformarlo todo y destrozarlo todo», decía.
El viejo proverbio de que los hombres buenos también mueren pero la muerte no puede matar sus nombres se cumple cuando recordamos aquellos con quienes, más allá de las virtudes artísticas, hemos mantenido una relación afectiva y llegaron a consolidar una empatía que fue aumentando a lo largo del tiempo.
El 3 de enero se cumple el décimo aniversario del adiós de Enrique de Melchor (Marchena, 1950 – Madrid, 2012). La muerte no borró su nombre, porque se convirtió en parte de nosotros, pero nos causó un fuerte impacto emocional. Y es en efemérides como ésta cuando hay que derrotar la carcoma del tiempo para hacer inaplazable lo necesario, que no es idealizar el pasado, sino recordarlo.
Mi estrecha amistad con Enrique comenzó allá por 1981, en que conectaron nuestros corazones gracias a su hermano Manuel. Tantos años de afecto me impiden admitir la ausencia del amigo con el que, junto a nuestro “hermano” Juan el Lebrijano, recorrimos el territorio nacional y hasta dos continentes; al compositor que me adelantaba sus nuevos hallazgos; al guitarrista del que me confieso su más apasionado admirador, y al compañero con quien compartí momentos irrepetibles y anécdotas que mantuvimos en la privacidad, como cuando paseando en noviembre de 1995 por Amán (Jordania), roneaba de su equipo, el Sevilla FC, y un jordano que había estudiado en Sevilla y vivido en Triana, nos abordó, levantó los brazos al cielo y, mirando a Juan, a Enrique y a quien firma, exclamó: «¡Viva el Betis manque pierda!».
«La guitarra debe aunar corazón y sentimiento con técnica, porque si prima lo primero no puedes darle al público lo que tienes en la cabeza al no tener manos para hacerlo, y si ocurre lo contrario tocarías como un robot» (Enrique de Melchor)
De aquella anécdota me quedo con la respuesta de Enrique: «No la cuentes cuando lleguemos a España, porque nadie te va a creer». Más certeza tuve, por el contrario, con la crueldad de la vida, porque aquel 3 de enero de 2012 me dejó impávido, como si la muerte impusiera su necesidad para valorar lo que perdimos. Aquella mañana de enero vino a buscarlo la parca y fue, por tanto, la del dolor que no duele, la del doloroso silencio de claustros. Tenía tan sólo 61 años, y ahí comenzó nuestra orfandad, echar de menos su coherencia, sencillez, cordialidad, indulgencia, sensibilidad, fina ironía y, por supuesto, su prodigiosa manera de llegar directo al corazón de la humanidad con la elegancia de su música.
Después de 46 años de intachable profesionalidad, la muerte por cáncer de Enrique de Melchor en la madrileña Clínica La Luz vino a confirmar que la guitarra es ese diamante no pulido que está sitiado por el viento, el mismo que nos levanta la mirada al cielo, pero también el que nos hizo reflexionar por qué sus composiciones fueron/son el taller donde la juventud se estimulaba para cincelar las más estimadas piezas de orfebrería.
En los fotogramas del largometraje de su vida aparece 1962, cuando marchó a Madrid. Y cinco años después, su debut discográfico en el LP Antonio, genio y duende, secundando junto a su padre a Antonio el Bailarín. En 1970 inicia su andadura con su compadre José Menese, incorporándose a su obra discográfica a partir de Renuevos de cantes viejos, dejando las siguientes huellas en el Homenaje a Andalucía (1971) y Tesoros de la Guitarra Gitano-Andaluza (1973), de su padre Melchor de Marchena, año en que aparece junto al patriarca en Cantes de Cádiz y Los Puertos, de Antonio Mairena, para más tarde reclamar la atención de El Lebrijano a partir de 1976 o de Fosforito en 1978, sin olvidar el sostén prestado a Manolo Caracol, Fernanda y Bernarda, Naranjito de Triana, Enrique Morente, Manuel Mairena, Curro Malena, José Mercé, Vicente Soto, Chiquetete y, entre los muchos, Guadiana, con quien grabó su último disco de acompañamiento, Sonakai (2012).
Su trayectoria como solista arrancó, en cambio, con La guitarra flamenca de Enrique de Melchor (1977), y tiene parada en Sugerencias (1983), Bajo la luna (1988), La noche y el día (1991) y Cuchichí (1992), hasta alcanzar la cima con Arco de las rosas (1998), un trabajo de referencia histórica al que le proporcioné el título y que antecede, como se sabe, a Raíz flamenca (2005).
«Aparte de volcarse en la perfección del acompañamiento al cante y hablar con un sonido propio, abrió caminos nuevos en el campo de la música flamenca, a la que insufló un poder, elegancia suprema, limpieza, sedosidad, concentración y una inspiración extraordinarias»
Reseñado en su conjunto los surcos sonoros que lo definen, recuerdo que fue en el ciclo andaluz universitario de 1993/94 cuando, en la Facultad de Medicina de Granada, un alumno ducho en el conocimiento de la guitarra le preguntó por qué la emoción de su toque estaba tan pareja con su destreza del instrumento, a lo que Enrique, que era poco dado a los discursos, le contestó con lo que no todos sabrían describir: «La guitarra –dijo– debe aunar corazón y sentimiento con técnica, porque si prima lo primero no puedes darle al público lo que tienes en la cabeza al no tener manos para hacerlo, y si ocurre lo contrario tocarías como un robot».
Por cierto que con motivo de una de las muchas conferencias que compartimos, pero ya en Sardañola en octubre de 1997, sentenció Enrique una polémica sobre la vanguardia y la fusión con un aforismo que mereció la más entusiasta felicitación de la audiencia: «Evolucionar no es transformarlo todo y destrozarlo todo». Y en agosto de 2000, en la presentación en La Rábida onubense del espectáculo Tres con duende, de Manolo Sanlúcar, Rocío Jurado y Antonio Canales, respectivamente, la chiclanera dijo que iba a hacer un cante con el artista invitado, Enrique de Melchor, “un cante que hacía años que no se cantaba”, refiriéndose a la liviana, con la singularidad de que no más iniciar la segunda letra, le voceó un aficionado desde el graderío: «¡Enrique, eres el único que sabe de cante!». Aquella transcripción al papel me costó un disgusto con Amador Mohedano.
Y así podríamos prolongar el perfil siempre inacabado de un amigo del alma al que me honro en citar siempre en mis intervenciones en la Fiesta de la Guitarra, aficionado al boxeo y sevillista hasta las trancas, de esos que cuando perdía el Betis te llamaba para darte la vara con guasa fina, pero también artista irrepetible que gozó del reconocimiento de todo el colectivo flamenco, y cuyo último premio en vida que se le concedió en Andalucía fue la Giraldilla de Lebrija, adonde me envió el 23 de abril de 2006, junto a su sobrino Melchor, para recogerle el galardón después de que me sintiera orgulloso de explicarle a la afición lebrijana cómo Enrique de Melchor ha simbolizado para la historia de la guitarra no sólo su ideal de perfección para el acompañamiento al cante, sino su peculiar modo de corporizar en músicas originales las fantasías de su carácter compositor.
Diez años después de su óbito, su nombre lo pronuncian los vivos cuando, entre su arsenal de recursos, apuntan las falsetas de uno de los más grandes ejemplos de compositor posclásico que, aparte de volcarse en la perfección del acompañamiento al cante y hablar con un sonido propio, abrió caminos nuevos en el campo de la música flamenca, a la que insufló un poder, elegancia suprema, limpieza, sedosidad, concentración y una inspiración extraordinarias.
«El artista se marcha, pero el público lo saca de nuevo a compás de bulerías porque sabe que la ternura en el cordaje, el amor desolado que puso en las falsetas o el lamento sin estridencias del pulgar (…) fueron esos instantes brevísimos entre la revelación y la muerte de lo que llamamos flamenco. El resto es silencio»
Diez años después, evoco la noche del 25 de noviembre de 2005 –y pongo por testigos a su mujer, mi amiga Loli, y a Juan Parrilla–, en que tuvo una actuación gloriosa en la Escuela Universitaria Politécnica de Sevilla. Enrique me había pedido que lo presentara. Hubo de retrasarse unos minutos el concierto porque yo estaba interviniendo en el Congreso de Pastora Pavón, en La Cartuja. Recuerdo que un amigo, Antonio Díaz, se encargó de trasladarme en su coche hasta Los Remedios. Y allí me sentí orgulloso de poder presentar al amigo Enrique como tantas otras veces había hecho, desde el cariño y la admiración sin condiciones.
Los asistentes que llenaron el auditorio, premiaron con vítores y puestos en pie aquel concierto memorable que, horas después, resumíamos en esta reseña que encaja con los diez años de ausencia: «El artista se marcha, pero el público lo saca de nuevo a compás de bulerías porque sabe que la ternura en el cordaje, el amor desolado que puso en las falsetas a medida que las alternaba con los rasgueos, el lamento sin estridencias del pulgar, o el modo de elevarse por encima de las complicaciones del trémolo o el alzapúa, fueron esos instantes brevísimos entre la revelación y la muerte de lo que llamamos flamenco. El resto es silencio».
Imagen superior: Juan Parrilla, Manuel Martín Martín y Enrique de Melchor. Escuela Universitaria Politécnica de Sevilla, noviembre 2005. Foto: Quino Castro
Francisco 5 enero, 2022
Que grande era Enrique de Melchor, te firmaba un disco y después se te quedaba mirando agradecido con esa bondad que tenía.
Tocando, de los grandes y con personalidad propia.
Me ha encantado leer su artículo y como lo describe.
Manuel Martin Martin 7 enero, 2022
Gracias, Francisco. Enrique de Melchor fue como artista irrepetible, pero como hombre fue un ser muy especial, tan especial para mi que nos considerábamos familia.
Le reitero las gracias por leer.