Flamenco gratuito
Si hay un género en el que abundan los gorrones es, siento decirlo, el flamenco. En este ambiente siempre hay alguien dispuesto a pasar un buen rato de fiesta gratis total, y sin despeinarse.
Recuerdo el mal trago que pasé el día que paseando por la deliciosa judería cordobesa me topé con un cartel en la puerta de un restaurante que, sin rubor, anunciaba “Flamenco Gratis”. Entré en el local y pedí una cerveza, me la endiñé de un trago y salí por la puerta. No había dado tres pasos cuando el camarero me gritó ¡Caballero, la cerveza! Ah, perdone, le dije. Como vi el cartel de flamenco gratis pensé que la cerveza también lo era. Pagué y me fui.
No hay nada más feo que ver anunciada música gratis. Nunca olvidaré cómo en mis años vieneses me invitaban a todo tipo de celebraciones. Yo era bastante popular en la capital austriaca por animar la noche en los clubs con mi guitarra, el flamenkito apaleao me dio de comer durante aquellos años, y tras la invitación siempre venía la frase que tanto odiaba: tráete la guitarra. Sonreía y nunca iba. Después me lo reprochaban. ¡Te estuvimos esperando! Aro aro.
Otros tenían al menos el detalle de contratarme para animar su cumpleaños. Solía pedir diez veces el caché que cobraba normalmente en un local. Algún listo me espetaba ¡Pero si aquí cobras mucho menos! A lo que educadamente contestaba que en los locales cantaba para cien personas y en su casa a ocho y el cálculo resultaba cobrar diez veces más. Algunos pagaban y me dejaba la piel en el tigre, que así llamábamos a los bolos.
«Los flamencos suelen ser muy generosos con su arte y no son nada cicateros a la hora de participar en una fiesta aunque esté llena de desconocidos, si están a gusto. Pero trabajo es trabajo»
También hubo quien tras cantar toda la noche, a la hora de pagar me decía: pero si te lo has pasado de categoría, has comido, bebido y hasta has ligado. Ante mi reacción acababan pagando. También pasaba al revés. Como en aquel contrato en un puticlub de Munich donde un billetoso alemán, cual Jesús Gil teutón, me estuvo dando billetes de cien marcos cada vez que cantaba cucurrucucú paloma. Él haciendo la segunda voz, claro. Y volví a Viena con un pastizal.
Nunca he entendido cómo puede haber gente que no se dé cuenta de que los músicos y la gente del baile no trabajan gratis. Cantan, tocan y bailan entre amigos cuando les viene gana, con mucha frecuencia incluso. Los flamencos suelen ser muy generosos con su arte y no son nada cicateros a la hora de participar en una fiesta aunque esté llena de desconocidos, si están a gusto. Pero trabajo es trabajo. El papel de bufón que labora por la manduca ya no se lleva hace siglos, pero hay mucho señoritingo suelto.
Me vienen a la cabeza muchas situaciones que da hasta vergüenza recordarlas. Por ejemplo, aquella embajadora que, tras el triunfo de la Compañía en una importante capital americana y después de una opípara cena a cargo del contribuyente español, le dijo a Gades: Antonio, por qué no bailas un poco. A lo que el maestro, con un gesto de cabeza, ordenó retirada y, como un ejército bien entrenado que éramos, nos fuimos de aquella macromansión de Brasilia. Y allí se quedó la embajadora con tosus, diplomacia de gran categoría. ¿Se imagina alguien que después de rendir honores, por ejemplo, a Plácido Domingo, que el anfitrión le pida al genial tenor que se cante algo? Con él no se atreverían pero con los flamencos es práctica habitual, lo he vivido muchas veces.
«Se puede meter la pata, se puede ser un borde, es posible ser un descarado, y después están esa pandilla de inconscientes que no se enteran de qué va la vida de un artista»
Cuando salíamos con Enrique, además de cargar las gafas de sol, sabíamos que para llegar a escuchar al maestro había que tener paciencia. Recuerdo a un impresentable que tras aguardar varias horas para poderlo escuchar gratis le soltó a Morente un: ¡Bueno! ¿Y tú cuando vas a cantar? Hay que tener muy poquita vergüenza. También lo viví con Paco en Viena, siempre que venía (una vez al año) nos juntábamos después en la Bodega Manchega, mítico restaurante-cantante vienés. Y todos los años había un españolito, generalmente trabajador de Naciones Unidas, con su sueldazo de medio kilo de los años ochenta, le espetaba al genio de Algeciras el sempiterno: Un poquito de fiesta, ¿no? Mientras palmoteaba babeando vino con sifón. Paco, que estaba curado de espanto, hacía una mueca de medio segundo, suficiente para que el nota, rabo entre las piernas, se perdiera entre la multitud. Se puede meter la pata, se puede ser un borde, es posible ser un descarado, y después están esa pandilla de inconscientes que no se enteran de qué va la vida de un artista.
El otro día leí en las redes sociales que reprochaban a una joven cantaora, alumna mía en Córdoba por cierto, buena artista, que ante la situación laboral del último año no ha tenido más opción, como madre que es, que salir con unos compañeros a la calle Cruz Conde a cantar por la voluntad. Y salieron unos cuántos reprochándole la decisión, acusándola de prostituir el arte. No hay que ser cabrón y poca lache para decirle eso a la chiquilla. Bastante tiene con lo que tiene como para aguantar la moralina barata de los defensores de la integridad artística (después son los peores).
También he visto últimamente anuncios en redes de clases gratis de guitarra, cajón, etc. Leyendo los comentarios se da uno cuenta de cómo está el patio en esta materia. El profesional defiende su medio de vida y reprocha al aficionado con ínfulas de maestro su propuesta gratuita. Y claro, el otro se justifica con que lo hace para ayudar y, de paso, ir formándose como futuro maestro ciruela, que no sabía escribir y puso escuela.
«Recuerden que el trabajo no remunerado se llama esclavitud. Como músico reconozco haber ganado dinero, pero como musicólogo, ¿a quién se le ocurre?»
A mí también me han llamado pesetero por vender unos pósteres. Por cierto, he logrado amortizar la inversión que hice (los ocho meses de trabajo no los paga nadie). Cuando hicimos el libro de Camarón también decían que nos estábamos haciendo ricos a costa del flamenco. Recuerden que el trabajo no remunerado se llama esclavitud. Además, como músico reconozco haber ganado dinero, pero como musicólogo, ¿a quién se le ocurre?
Otra cosa es hacer música por amor al arte, fíjense en el carnaval de Cádiz, meses de ensayo por el placer de compartir. No hablo de eso. Me refiero a las profesiones de música y baile. A los artistas profesionales, conozco muchos artistas que jamás aceptarían un duro por su arte, y me parece de maravilla, y ojalá no se pierda nunca ese espíritu. Otra cosa es que te parezca mal que una chirigota de las buenas cobre por una actuación. Conozco bien ese mundillo y he escuchado mucho lo de ¡Es que se creen artistas! Señor, es que son artistas, parece que no se ha enterao. Se creen que el arte es patrimonio de la ciudad.
Desde los doce años hasta los dieciocho toqué a diario en el metro de Madrid, normalmente en el túnel que une la línea 1 y la 4 en la estación de Bilbao. Iba de siete a ocho y media, antes del cole. Ahí se aprende un montón sobre las personas, tocando en la calle se afina mucho el sentido de lo que significa hacer música por la patilla. Pero sobre todo quedan retratadas las personas. Quien se para, escucha y hasta saca el móvil y hace un vídeo (no en mi época, claro) y se marcha con su pachorra sin echar una mísera moneda.
«Nunca he entendido cómo puede haber gente que no se dé cuenta de que los músicos y la gente del baile no trabajan gratis. El papel de bufón que labora por la manduca ya no se lleva hace siglos, pero hay mucho señoritingo suelto»
Tras haber pasado media vida en un escenario sé diferenciar entre los que les gusta el arte y pagan lo debido por disfrutarlo, y los que, al ver al artista disfrutar, creen que forman parte del espectáculo con sus palmas y jaleos y “aquello no debe ser prostituido con el vil metal”. Si hay un género en el que abundan los gorrones es, siento decirlo, el flamenco. En este ambiente siempre hay alguien dispuesto a pasar un buen rato de fiesta gratis total, y sin despeinarse.
Y así, en pleno siglo dieci… ventiuno seguimos sintonizando la onda del desprecio al arte, rodeados de impresentables que se creen que las horas que echa un artista para lograr tocar, cantar o bailar mejor lo hace solo por amor al arte, que también. No. Lo hace por amor a la vida, a la comida, la bebida y la dormida de él y su familia. Hay que decirlo.
Imagen superior: Faustino Núñez, con Paco y Benavent en la Bodega Manchega en Viena, 1984
JUAN PEDRO UYA SANCHEZ 1 julio, 2021
Verdad.