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El silencio de La Singla

La directora Paloma Zapata sigue la pista de la legendaria bailaora sorda, que triunfó dentro y fuera de España en los años 60, en el documental 'La Singla', que pudimos ver en el Festival Generamma.

La bailaora Antoñita La Singla. Foto: Facebook La Singla (Festival Flamenco Gitano 1965)

A menudo hablamos de la grandeza del flamenco como si fuera un fenómeno natural, surgido por generación espontánea, como la lava de un volcán, y no un producto humano. O lo reducimos a la pléyade de los genios, olvidando que son cientos, miles los rostros que hay detrás de su secular desarrollo. Historias asombrosas, profundamente conmovedoras, de gentes por lo general salida del hambre y la precariedad que encontraron en el arte su forma de sobrevivir y estar en el mundo. La de La Singla, figura completamente olvidada a pesar de haber alcanzado una notable fama en su momento, es una de ellas: la bailaora que encandiló a la afición con su fuerza, belleza y temperamento a pesar de ser sorda desde su niñez.

 

Una artista que ha logrado sacar de la oscuridad la directora Paloma Zapata con su último documental, La Singla, que pudimos disfrutar esta semana en el Festival Generamma de Chiclana de la Frontera (Cádiz). Ligeramente ficcionalizado a través de la historia de una joven bailaora –interpretada por la actriz Helena Kaittani– que se obsesiona con la historia de La Singla, la película hace un resumen muy completo por la historia de la protagonista, desde su llegada al mundo en las barracas del Somorrostro barcelonés, que también fueron la cuna de la gran Carmen Amaya, a sus días de gloria en los tablaos de la España en blanco y negro, incluso sus pioneras incursiones en el jazz en los escenarios alemanes, para terminar desapareciendo del radar y siendo engullida por un silencio aún más denso que el que le impuso una precoz meningitis.

 

No creo destripar nada –pero, por si acaso, sáltense este párrafo los amantes del suspense– si cuento que la búsqueda de la muchacha termina en el encuentro efectivo con la propia Singla, que hoy cuenta 75 años y vive apartada del mundo artístico. Son unas escenas hermosas, el mejor colofón para ese recorrido en el que hemos podido enamorarnos de ese personaje único, abundantemente ilustrado con fotografías y registros audiovisuales –entre los que destaca su participación en el filme Los tarantos, de Rovira-Beleta, así como su actuación en el Festival Flamenco Gitano junto a Juan El Lebrijano–, y permiten al menos el tardío reconocimiento. Especial mención merece aquí Colita, la fotógrafa a la que debemos algunas de las mejores instantáneas de la historia del flamenco, pero también un archivo de incalculable valor testimonial.

 

 

«La película hace un resumen muy completo por la historia de la protagonista, desde su llegada al mundo en las barracas del Somorrostro barcelonés, que también fueron la cuna de la gran Carmen Amaya, a sus días de gloria en los tablaos de la España en blanco y negro, incluso sus pioneras incursiones en el jazz en los escenarios alemanes, para terminar desapareciendo del radar»

 

 

La Singla es, en fin, un relato amable, donde la singularidad del caso –la sordera temprana– acapara el asombro inicial. ¿Cómo se podía bailar así sin recibir la música? “La música la comprende, porque estaba dentro de ella antes de nacer”, oímos decir en el documental, y no es inverosímil: sabemos que los flamencos cantan y tocan las palmas para sus criaturas desde el embarazo. Pero podemos olvidar que el sonido es una vibración que se propaga en el aire, y que no solo es percibida por el tímpano. Por otra parte, resulta evidente que la Singla bailaba ayudándose de la vista, adiestrada como estaba en la observación del movimiento de las manos del guitarrista para marcar el compás. Y ella misma, a la vez, poseía un extraordinario sentido del tiempo, que le permitía afrontar los bailes con toda solvencia.

 

No obstante, tengo la impresión de que lo más importante del documental La Singla está contado entre líneas. El contraste entre el paupérrimo escenario del Somorrostro, en un tiempo en que las ciudades vivían de espaldas al mar, y la visible alegría de los niños (es difícil encontrar unas sonrisas así en el primerísimo mundo) nos lleva a reflexionar sobre el abandono y la marginación de aquellas comunidades que fueron arrasadas, no por la especulación urbanística –que llegó tarde– sino por el capricho de las tropas estadounidenses, que quisieron fijar el desembarco de unas maniobras justo allí.

 

Otra cuestión fundamental es la desprotección total en la que vivían los niños de la época, empezando por el sometimiento total a la figura paterna. Porque el drama de La Singla no es tanto su pobreza o su sordera, como la aparición en escena de ese padre que, después de abandonar a su familia, coge onda de que su hija puede ser una mina de oro y regresa sin otro propósito que el de hacer caja. El patriarcado también era eso, y tal vez siga siéndolo. Aunque la historia de las flamencas tiene maravillosos destellos de emancipación y empoderamiento, todavía no se ha escrito la crónica de la sumisión de éstas a padres, maridos o hermanos. Eso no sería atentar contra el arte jondo, sino entender que un fenómeno humano sin deslindarlo de ciertos valores elementales. 

 

Hay una escena en el documental en que vemos a una Singla niña jugando con una cometa. Unos rapaces que hacen ruido a su alrededor se acercan, le arrebatan el hilo y acaban pisoteando el juguete, aunque por la desolación de su semblante se diría que es ella la pisoteada. Aunque La Singla prefiere no recordar los detalles de aquella etapa con su padre, lo cierto es que las fauces de la depresión vinieron a morderle los tobillos y la arrastraron hacia la oscuridad. Se alejó de los focos, su nombre y su rostro se desvanecieron de las revistas y de las televisiones. Al menos ha vivido para verse restituida, siquiera en parte, gracias a este bonito homenaje de Paloma Zapata, sencillamente un acto de justicia. 

 

Imagen superior: La bailaora Antoñita La Singla. Foto: Facebook La Singla (Festival Flamenco Gitano 1965)

            


Un pie en Cádiz y otro en Sevilla. Un cuarto de siglo de periodismo cultural, y contando. Por amor al arte, al fin del mundo.

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