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¿Dobletes en los festivales? No, gracias

El timo ha vuelto a instalarse en Andalucía. Los organizadores de festivales han supeditado el sablazo a la razón y han permitido el lucro no sólo de cantaores, que es lo habitual, sino guitarristas inclusive, en detrimento de la secuenciación razonada y, por tanto, de la calidad del espectáculo.


Entrados en el otoño, y dado que el gabinete de crisis de los eventos culturales ni está ni se le espera, permítame el lector que le anuncie que el engaño por la jeta ha vuelto de nuevo a los festivales flamencos de verano. Cuando en los años ochenta denunciábamos a aquellos artistas que se anunciaban en dos y hasta en tres festivales el mismo día y a la misma hora, en localidades que distaban una, dos e incluso cuatro horas, alertábamos del peligro que conllevaba para la seguridad vial en el desplazamiento, pero también de cómo contribuían a que el espectador fuese víctima de semejante estafa.

 

Pues bien. El timo ha vuelto a instalarse este año en Andalucía. Los organizadores de festivales –ora peñas flamencas, ora ayuntamientos– han supeditado el sablazo a la razón y han permitido el lucro no sólo de cantaores, que es lo habitual, sino guitarristas inclusive, en detrimento de la secuenciación razonada y, por tanto, de la calidad del espectáculo, con el añadido de que los impostores quebrantan la dignidad profesional que se espera de quienes debieran representar la seriedad de nuestra cultura.

 

He sido testigo este verano de varios dobletes. Y donde esto ha ocurrido, he echado de menos la más mínima elegancia para pedir disculpas al público, que es quien los mantienen en el candelero. Tampoco han tenido argumentario escénico para mantener con firmeza su propuesta. Nada de madurez en el repertorio. Ni frescura en el discurso expresivo o el tan necesario peso específico para poder “explicar” al auditorio que cada cante tiene su por qué.

 

A estos artistas les ha faltado, mismamente, capacidad de transmisión, y, al habla con testigos de la otra localidad perjudicada, detecto un denominador común: estos cantaores, al igual que sus homónimos, tienen sus seguidores, como lo constata el que arrastran siempre tras sí aficionados dispuestos a disfrutar de su música, pero obvian que, al no tener la mente liberada porque la tienen ocupada por el perjuicio del doblete, su propuesta no está planteada con sensatez y rigor.

 

La seriedad de este arte –y así lo exijo– tiene que ser inflexible. El artista que es contratado para un evento flamenco se ha de ver en el menester de ser serio para ser creído. La cultura que representa exige una actitud de responsabilidad personal, la de cumplir un compromiso, virtud propia de gente formal y que asociamos al profesionalismo.

 

Lo contrario es la informalidad, ese fenómeno desenfadado pero indeseable y distorsionador. Está relacionado obviamente con el dinero, factor que incentiva un modo de pensar, de sentir y de actuar, de no guardar las reglas prevenidas. Pero que también acarrea no pocos efectos nocivos, dado que desdibuja el rostro del artista, mata sus emociones y neutraliza sus sentimientos, con lo que pulveriza la base de un público sano que –¡a ver si nos vamos enterando!– no pasa por taquilla para presenciar un flamenco vulgarizado y manipulado.

 

Es, a esta luz, la contradicción de lo que se dice y lo que se hace, tan propia del cantaor nada serio, falso, hipócrita, que no inspira confianza y que genera poca credibilidad, que debiera ser el más decoroso empaque del producto que vende. Pero no. Luego todo lo solventa con cuatro gracietas a fin de persuadir a un prójimo que acepta lo que no puede ver: un fraude incontestable.

 

 

«Cuando en los años ochenta denunciábamos a aquellos artistas que se anunciaban en dos y hasta en tres festivales el mismo día, alertábamos del peligro que conllevaba para la seguridad vial en el desplazamiento, pero también de cómo contribuían a que el espectador fuese víctima de semejante estafa»

 

 

Y en medio, los organizadores de los circuitos de verano, es decir, ayuntamientos o peñas flamencas y viceversa, y la astucia de los comisionistas, protagonistas que no van a remolque de lo que exige la sociedad del siglo XXI, sino de sus propios intereses. Unos y otros transgreden el prestigio de nuestro más preciado patrimonio cultural cuando la parte contratante se convierte en lacayo de la parte contratada. La reflexión es, pues, obligada.

 

Los festivales exigen un mayor grado de responsabilidad institucional y un cambio de actitud por parte de los artistas si no quieren que su repudiable estrategia acabe volviéndose en contra de lo que verdaderamente importa: el flamenco. Falta una solución eficaz que resulte absolutamente garantista no para la inacción organizadora o para el lucro del cantaor, sino para el flamenco escénico.

 

Aquí no valen los guiños amables de la Administración Pública que aporta las subvenciones (Junta de Andalucía, Diputación Provincial y Ayuntamiento) sin ningún tipo de fiscalización. Ni el empeño feroz de los comisionistas. Tampoco las propuestas ambiguas y cansinas de los peñistas, siempre barajando los mismos nombres y los mismos cantes. Y menos aún la cara risueña pero como el cemento de los artistas, que suelen actuar como prestamistas cuando rebajan el caché en la peña de turno a cambio de firmar el contrato para el festival del pueblo.

 

No estoy señalando a nadie en particular. Que cada palo aguante su vela, puesto que sólo ellos pueden ir al rescate de sí mismos. La coherencia es un lastre. El compromiso cultural, una basura. La fidelidad a los principios, un obstáculo insalvable. Y si el crítico se moja y lo denuncia, como estoy haciendo ahora mismo porque todo el mundo calla, es reo de herejía, en tanto que el usuario, que a la postre es quien paga el espectáculo, queda desnudo ante este fraude que, a mayor gloria de quienes lo consienten, está suicidando a los festivales de verano.

 

Un programador, en mi opinión, debe dejar de ser el corazón de un festival para ser su cerebro. Y el flamenco, y apunto a los que debieran ejercer de garantes culturales, no puede, por consiguiente, quedar en manos de individuos sin palabra, de trajes vacíos y/o analfabetos funcionales.

 

Un festival de flamenco es lo opuesto a una juerga. La juerga, en sí misma, implica alegría, humor, éxtasis, cachondeo y sobrepaso de copas. El festival de la canícula, por contra, es un acontecimiento cultural de mayúsculas proporciones y de mucha importancia, programado en el tiempo y con el objetivo prioritario de divulgar las esencias de lo jondo, no exclusivamente de obtener un beneficio económico, de ahí que la misión de quienes en él participan sea la de provocar la admiración y mantener la credibilidad pero practicando la lealtad. Y ser leal significa demostrar respeto y fidelidad con los compromisos culturales adquiridos.

 

Nos reencontramos, en consecuencia, con una abominable asignatura pendiente que nos arrastra desde hace casi medio siglo. No evolucionamos porque los incompetentes nos debilitan y los ineptos nos rebajan de categoría. Hay que rechazar, por tanto, todo lo que es fraude, fingimiento, engaño, timo, mangazo, sablazo, falsificación y malversación. Todo eso nos empobrece. Así que: ¿doblete? No, gracias.

 

Imagen superior: Manuel Martín Martín con paco Vallecillo. Ceuta, 1983.
 

 

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De Écija, Sevilla. Escritor para el que la verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio. Entre otros, primer Premio Nacional de Periodismo a la Crítica Flamenca, por lo que me da igual que me linchen si a cambio garantizo mi libertad.

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