Blindemos el baile flamenco
El baile jondo, que no la danza española, navega con dificultades por un mar sin turbulencias. Hay que seguir remando porque ya sabemos hacia dónde se dirige el barco. Y las compañías de baile flamenco se tienen que aclarar, porque es imposible interpretar dos papeles a la vez: flamenco o contemporáneo.
Mi persistente asistencia a la Bienal de Arte Flamenco Ciudad de Sevilla y al Festival de Jerez está motivada, obviamente, por razones profesionales, pero también por ser los dos eventos de mayor relevancia a nivel mundial y, en consecuencia, por la superior atención que conceden al baile.
Como es bien sabido, el papel que desempeño no es tanto de informador y/o de cronista para situarme sobre un pedestal desde el que blanquear lo inadmisible, o, en su caso, lanzar verdades objetivas. Antes bien, mi misión pasa por descubrir al público en general las grandes obras desconocidas, lo que implica tanto la crítica de los espectáculos como la opinión sobre los mismos.
Ambos términos no admiten equívocos, pues si la opinión es exteriorizar una valoración personal, la crítica va más allá, porque no solo implica manifestar un pensamiento particular, sino que ha de razonar esa opinión, analizar con cierta profundidad todo lo que afecta al montaje (puesta en escena, coreografía, música, ejecución, sincronización, discurso narrativo, luminotecnia, sonido, etc.), argumentar los movimientos y, en sentido general, contribuir al debate global aportando referencias, visiones o nuevas ideas.
Pero la crítica, como necesidad que no requiere más que la razón honesta y convenientemente reflexiva, aparte de la firmeza de no dejarse dominar por los intereses mediáticos, puede darnos otros enfoques, como hacer crecer en conocimientos al lector sin necesidad de condescendencia, esto es, sin tener que adaptarse al artista o acomodarse al gusto del público, además de revelarnos nuevas perspectivas de espectáculos ya vistos o intentar descifrar por qué nos gusta lo que nos gusta.
«El Festival de Jerez ha acogido este año espectáculos que son un viacrucis con todas sus estaciones, montajes en su mayoría que fueron dilapidados en Sevilla, como si el revuelo que formaron en la Bienal por no poderse digerir lo solapara Jerez dándoles categoría de obras maestras»
No tengo prejuicios personales con los directores de la Bienal de Sevilla y el Festival de Jerez, y menos aún con Isamay Benavente, a la que felicito por su nombramiento como directora del Teatro de la Zarzuela, pero Jerez ha acogido este año espectáculos que son un viacrucis con todas sus estaciones, montajes en su mayoría que fueron dilapidados en Sevilla, como si el revuelo que formaron en la Bienal por no poderse digerir lo solapara Jerez dándoles categoría de obras maestras.
El arte transgresivo nacido desde el ámbito de la danza pretende que asumamos en el siglo XXI que los grandes maestros son finitos. Estos violadores culturales amamantados en las ubres del dinero del contribuyente, insisten en la capacidad de la provocación como finalidad del arte, cuando el propósito que ansían es negar la infinitud de las aportaciones de quienes nos precedieron. Y van dados, porque siempre tendremos sobrados motivos para celebrar o conmemorar efemérides de alto rango.
Lo primero que habría que aclarar es que desde una perspectiva puramente esencialista, comparar a las glorias del baile flamenco con lo que se hace hoy en día nos puede llevar a un ejercicio de melancolía, pero también a la evidencia de la mediocridad, a esa tara bien regada de subvenciones públicas cuyo origen se encuentra en la vulgaridad de quienes tienen voz pero no tienen eco, y han acabado por convertirse en un fenómeno sistémico que es funcional al orden económico, social y político en el que vivimos.
La insignificancia es lo que abunda. Intenten recordar producciones dancísticas de los últimos años a las que podamos calificar no ya de obra maestra, sino de excelente, y salvo contadas excepciones, la mente se les quedará en blanco. Las causas son múltiples, y no es difícil señalar a la Administración Pública, para la que el talento, el virtuosismo, la destreza o la jondura no puntúan, ni asombran, ni fascinan. Son la sombra de la mediocridad, porque la mediocridad es la que triunfa.
Sufrimos en el flamenco el principio de Peter, que consiste en ascender a la gloria a un listillo al que se le conceden unos cometidos para los que no está preparado. Es, pues, la inutilidad de la clase política, ante la que nos vemos forzados a lidiar por mor de la incompetencia, esa que desde la financiación pública no sólo blinda a los “creadores” de toda responsabilidad, sino que además genera un ambiente cerrado y endogámico que no tienen que dar cuenta a nadie, salvo a quienes sacan rédito político de la tan grosera y simple propaganda.
Han formado un círculo tan estrictamente vicioso y tan letal por sus consecuencias que escandalizarse es absurdo, porque ante la irrelevancia de sus engendros no tienen que rendir cuentas frente a ningún público real, al que satisfacer al menos con ciertos estándares de calidad flamenca. Sólo tienen que contentar a su señor feudal.
«Hay que llevar al flamenco a un nuevo público, pero que goce entre la tradición y la evolución sin sacrificar su esencia. (…) Hay que proteger los valores culturales del baile como parte fundamental de la identidad del pueblo andaluz»
Aun siendo grave este privilegio medieval, lo peor de la Administración no es la infantil manera de dirigirse al contribuyente, sino la forma con que intenta ocultar sus políticas apresuradas, oportunistas. No opera con total autonomía porque mandan los lobbies, maquilladores de monstruos que se han convertido en un apéndice de esa gestión pública que tiene aversión a lo jondo.
El flamenco está necesitado, por tanto, de aficionados que crean en él, y no en arribistas que, al solo pensar en ellos mismos, están a punto de convertir el baile en un fantasma, porque todavía está agonizando. El baile jondo, que no la danza española, navega con dificultades por un mar sin turbulencias. Hay que seguir remando porque ya sabemos hacia dónde se dirige el barco. Y las compañías de baile flamenco se tienen que aclarar, porque es imposible interpretar dos papeles a la vez: flamenco o contemporáneo. En el primero ganamos todos. En el segundo pierde el flamenco.
La mayor eficacia en la gestión cultural y la transparencia en los informes elaborados por todos los sectores implicados, conforman la solución del problema. Obviamente la propuesta no es flor de un día, pero los contribuyentes, incluidos los que no pueden pagar 40 euros por una entrada de teatro, tienen el derecho a acceder a la cultura flamenca. Y si sólo un tercio de la población puede permitirse ver a las figuras, es obligatorio idear y ordenar las acciones necesarias que sitúen a la ciudadanía en el centro de la gestión, como beneficiaria primera y última del acceso a los derechos culturales.
Hay que llevar al flamenco, por ende, a un nuevo público, pero que goce entre la tradición y la evolución sin sacrificar su esencia, de lo que se infiere que hay que reforzar su salvaguarda a fin de que tan importante legado alcance a las generaciones futuras. También apremia financiar proyectos de investigación, conservación y mejora del patrimonio dancístico. Disponer de fondos para elaborar un plan anual que dé prioridad a una serie de criterios como el fomento de la creatividad artística flamenca, trabajos de digitalización y documentación, y proteger, por último, los valores culturales del baile como parte fundamental de la identidad del pueblo andaluz.
Pero lo que antecede no fructificaría si no se establecen compromisos, líneas estratégicas y acciones a llevar a cabo en la educación, como analizar el patrimonio cultural existente mejorando el conocimiento que existe sobre él, y poder así avanzar en su conservación, amén de situar a la cultura como un servicio público para mejorar sus índices de eficacia, eficiencia y equidad.
En definitiva, blindar el baile flamenco frente a los vaivenes políticos, principalmente aquellos que, como tantos ayuntamientos andaluces, aún no reconocen a la cultura flamenca como un derecho, y los programadores, tal que Chema Blanco, el más inepto e interesado director de la historia de la Bienal de Flamenco, que no garantizan el acceso y la participación en la vida cultural en condiciones de igualdad y universalidad.
Imagen superior: pies de La Farruca. Foto: Kiko Valle
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emilio souto 19 marzo, 2023
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