Antonio, universo de universos
El mundo entero se rindió a los pies de quien había creado un universo de universos. Antonio Ruiz Soler había potenciado una completa gama de las más diversas formas del baile español: folclore, flamenco, escuela bolera y clásico.
Celebrar una conmemoración en el presente es quitarle las cargas al pasado. Así lo ha debido pensar el director del Ballet Nacional de España (BNE), Rubén Olmo, que, ante el centenario del nacimiento de Antonio Ruiz Soler, Antonio el Bailarín, va a rendir honores en Sevilla al que bautizamos en el obituario de su despedida como “Un rey sin sombra”, una genialidad que tuvo logros universales sin precedentes pero que también convivió con la polémica durante toda su vida artística.
Nunca hasta llegado el 20 aniversario de aquel adiós de Antonio en 1996, el BNE reunió en un mismo programa sus coreografías más icónicas. Aquella propuesta se anunció para el 20 de junio de 1996 en el madrileño Teatro de la Zarzuela, pero fue suspendido el estreno por la huelga convocada por los bailarines de la compañía, que demandaban contratos indefinidos que les dieran derecho a prestaciones sociales.
El jueves 15 de abril será de nuevo el BNE quien alimente a la conciencia ciudadana. Esta vez el estreno lo acogerá el Teatro de la Maestranza, de Sevilla, con motivo del centenario de su nacimiento, acaecido el 4 de noviembre de 1921 en el número 1 de la sevillana calle Álvaro de Bazán, en casa de su tía Ana Ruiz, de ahí que lo bautizaran con el nombre del dueño de la casa. Y de la mano de otro sevillano, Rubén Olmo, asistiremos al más digno homenaje que merece quien ha trascendido hacia el umbral de lo eterno, que es viajar con sus recuerdos para, tras un largo camino, llegar a un destino que no se encuentra por casualidad y que reina con la complicidad de quienes lo admiramos.
«Antonio el Bailarín fue el Indiana Jones de la danza, apasionado explorador sin más fin que preservar y documentar un patrimonio a riesgo de desaparecer, conferirle valor histórico y escenificarlo con perspectiva»
Lo conocí en el Potaje Gitano de Utrera, en junio de 1979, que le rendía honores al amigo en el recuerdo Manuel de Angustia en el Cine Exportadora. Aquella edición tuvo un éxito artístico que quedó grabado en nuestra memoria por mor de un Antonio el Bailarín que provocó la apoteosis, la misma que tres meses después en el Festival de Mairena del Alcor, pero en lo económico fue una fatalidad, tanta que los de la clavería decían “Y eso que venía malo”, a lo que contestó el hermano mayor, Diego Jiménez: “¿Malo? Pues verás cómo se va a poner cuando vea que no tenemos dinero para pagarle”.
Y se formó la marimorena. Antonio echó fuego por la boca, fogonazos que ya nos había adelantado mientras revisaba las condiciones técnicas con Manuel Morao y Chano Lobato. Tenía el maestro un carácter fuerte, determinado –quiero pensar– más por la ansiedad del fracaso que por la lucha por la excelencia.
Pero la adversidad definía su carácter, como puso de manifiesto cuando rodaba la película El sombrero de tres picos, de Valerio Lazarov. Era el día 14 de diciembre de 1972 y en uno de los ensayos, en Arcos de la Frontera, fue acusado de blasfemar al proferir “me cago en los muertos de Cristo” por la ausencia de dos bailarinas que se fueron de vacaciones, hecho por el que recibió una pena de dos meses y un día de arresto mayor. Por suerte para él, y merced al indulto de Franco, solo cumplió 16 días de condena en el depósito, encontrándose el magistrado-juez Francisco Escobar Gallego con un alegato del letrado sobrado de imaginación efectiva: “Señoría, mi cliente se ha cagado en los muertos de su chófer, que se llama Cristóbal, pero que le decían Cristo”.
Su sello distintivo estaba relacionado, irrecusablemente, con su obstinado ego artístico; con su carácter perfeccionista. No sólo con los deseos, sino con los resultados; con una personalidad firme y enérgica que no se dejaba seducir por los cantos de sirena, y derivada en un abismo de delirio que ocultaba su verdadero ser, el de “un artista único”, porque “nadie nos representó fuera de España mejor que él”, como lo definió Valderrama, quien en 1953 le sugirió que reparara en Antonio Mairena, siendo poco después el maestro de los Alcores el que hiciera lo propio para la contratación de Manuel Morao y montar su propia compañía, El Ballet Español de Antonio, presentado el 20 de junio en el Festival Internacional de Música y Danza de Granada.
«Antonio impresionó por la naturalidad de sus movimientos, la elegancia de sus pasos y la hondura de su gesto, y dejó un estilo de zapateado que ha quedado como modelo para la historia, convirtiéndose en el punto de arranque del ballet contemporáneo»
A partir de entonces confirmó su maestría “el más grande bailarín español de esta o cualquier otra generación”, al decir de Elsa Brunelleschi, autora en 1958 de Antonio and Spanish Dancing. A lo que añadiríamos nosotros: fue el Indiana Jones de la danza, apasionado explorador sin más fin que preservar y documentar un patrimonio a riesgo de desaparecer, conferirle valor histórico y escenificarlo con perspectiva, la de sustentar nuestra memoria en el inabarcable misterio del tiempo.
Lo constata, igualmente, cuando en 1965 crea Antonio y sus Ballets de Madrid. Rueda en los albores de los setenta para TVE su trilogía El sombrero de tres picos (magnífico referente de la escuela bolera), El amor brujo, de Manuel de Falla, y La Taberna del Toro, con una caña con sombrero y capa para la historia.
Lo vimos poco antes de despedirse de los escenarios en el sevillano Teatro Lope de Vega, cuando en 1978 presentó Antonio y su Teatro Flamenco, con taranto, bulerías, martinetes, aires del Piyayo, alegrías, tanguillos y hasta sevillanas, y en marzo de 1980 se hizo cargo del BNE hasta mayo de 1983, un período rico en coreografías que derivaron en la pena del olvido cuando no encontró apoyos para su vuelta, por más que fuera nombrado Hijo Predilecto de Sevilla (1983), recogiera, entre otros muchos galardones, la Medalla de Oro de las Bellas Artes (1992), o que el Conservatorio Profesional de Danza de Sevilla quedara bautizado con el nombre de Antonio Ruiz Soler (2006).
En la década de los ochenta pasó a ser el olvidado. La memoria venía cargada de mezquindad o de analfabetismo, porque Antonio había convertido el baile en un instrumento de libertad. Técnicamente, no tuvo rival. Forjó un lenguaje insólito para la apropiación del espacio escénico, reivindicó la disciplina y la elegancia para fortalecer la estética, difundió el dominio en la subida de los brazos y el movimiento de la cintura en el hombre, impresionó por la naturalidad de sus movimientos, la elegancia de sus pasos y la hondura de su gesto, y dejó un estilo de zapateado que ha quedado como modelo para la historia, convirtiéndose, por tanto, en el punto de arranque del ballet contemporáneo.
«Antonio murió sin el Premio Nacional de Danza y la Medalla de Oro de Andalucía, títulos que no “mereció” por tener dificultades para doblar la cerviz ante el Gobierno socialista, que lo etiquetó como el bailarín del régimen franquista»
Y para cerrar el círculo, posibilitó la gestación del cante atrás, el periódico en la guajira, la utilización de la capa para la caña y su farruca del molinero, aparte de ser el primero en coreografiar el martinete, a los que sumamos sus aportes a los tanguillos, alegrías, tangos de Cádiz y Triana, taranto, serrana, las cabales de Silverio, seguiriyas, soleares, caracoles, el zorongo en aires de tango lento, fandangos por verdiales, nana y la saeta, a más de imponer la costumbre de rematar por bulerías los bailes festeros y hasta la hizo como estilo propio, procedimiento que siguió después con la rumba. Obviamente, el mundo entero se rindió a los pies de quien había creado un universo de universos, el sevillano que había potenciado una completa gama de las más diversas formas del baile español: folclore, flamenco, escuela bolera y clásico.
Aun así, Antonio murió sin el Premio Nacional de Danza y la Medalla de Oro de Andalucía, títulos que no “mereció” por tener dificultades para doblar la cerviz ante el Gobierno socialista, que lo etiquetó como “el bailarín del régimen franquista”. Felicitemos, por tanto, al BNE por anticiparse al centenario de su nacimiento, porque rendirse ahora a la duda sobre si los mecenas de la Cultura supieron de él, es como labrar la incertidumbre en el alcornoque de la ignorancia.