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Locura de brisa y trino o la deconstrucción de lo jondo

Muchos señalan 'Tauromagia' (1988) como la obra cumbre Manolo Sanlúcar, pero yo me quedaré para siempre, desde aquella lejana tarde de principios de siglo, con 'Locura de brisa y trino' (2000).


A la memoria de Manuel Muñoz Alcón, Manolo Sanlúcar.


Cuando supe del nombre de la que a la postre sería última obra discográfica del maestro Sanlúcar, imaginé algo sinfónico, orquestal, lleno de músicos. Los antecedentes de las fastusosas Tauromagia, Medea o Aljibe me lo hacían presagiar. Y ese título tan sugerente reforzaba aún más mis suposiciones. No obstante, se trató finalmente de un trabajo conceptual y minimalista, donde la locura, y la brisa, y el trino venían de un reducidísimo grupo de virtuosos, casi sin ningún adorno más. Los diferentes cortes que registraron se parecen a ciertos palos, pero sin llegar a serlos. Se insinúan, pero no se identifican claramente. Suenan, por tanto, a nuevos, pero bien podrían ser el origen de los mismos. Por eso su flamenquería es, en contra de lo que pudiera parecer, apabullante. Digo esto después de mil escuchas, pero no adelantemos acontecimientos, porque os quiero contar desde el principio mi experiencia.

 

Corría el año 2000 y entonces los cedés se compraban en las tiendas y te los llevabas a casa con el gusanillo de la sorpresa en el estómago. Y la mía fue mayúscula, pues, como dije antes, esperaba que fuese éste un trabajo coral y no que sólo formasen su terna cuatro músicos: Manolo Sanlúcar a la primera guitarra, su hermano Isidro Muñoz a la segunda, Carmen Linares al cante y Tino Di Geraldo a la percusión. Saqué el cedé de su estuche, lo puse en el equipo y, sin darle al play, vi con alegría que el papel del álbum estaba lleno de notas (eso no te lo da el espotifay, por eso me encantan los formatos físicos). Rápidamente, empecé a leer las palabras del propio Manolo en el libreto:

 

Hace años comencé a presentir un sonido que, sin ser característico del flamenco, me inquietaba. A partir de entonces, y cada vez que improvisaba o componía, éste aparecía, y con obsesiva insistencia iba introduciéndose en mi estilo casi invadiéndolo. Pero, mientras mi música habitual podía razonarla y comprenderla, ésta se me escapaba, y sólo alcanzaba a sentirla o, mejor dicho, a presentirla. Aunque progresivamente se iban iluminando las zonas oscuras de la tradición comunicándose con ella…


Sin duda, Manolo sabía escribir. Y, lo que es más importante, sabía transmitir su pasión, su devoción y su compromiso por su trabajo y por nuestra cultura. Intrigado, seguí leyendo:

 

Hasta que por fin encontré la llave que me abriría la puerta de su espacio musical: la escala en cuestión era matriz engendradora de otra fundamental del flamenco: la que concluye y cierra las bases de nuestro sistema cadencial. Ahora quedaba justificada mi obsesión y razonando esta música podía comprenderla y desarrollar su ámbito de influencia, haciéndola convivir con las formas musicales tradicionales como una sola familia, sumando colores nuevos y caminos modulantes que con naturalidad enriquecen nuestra música. Haciéndose además, y tal vez sea esto lo más importante, desde dentro…

 

Sin haber escuchado aún una sola nota ya sabía que estaba ante una obra llena de verdad, de profundidad, de sabiduría, nacida del descubrimiento de un monje del flamenco que se había devanado los sesos para llegar al meollo, a la médula espinal de nuestra música y que generosamente nos regalaba su hallazgo. Ya no me pude aguantar más y le di al play

 

Adán se titulaba el primer corte, introducido por un dibujo de la percusión en tiempo de bulería por soleá. Sin mucha dilación, apareció la guitarra de Sanlúcar. Desde el primer fraseo ya se intuía su propuesta: absolutamente original, pero llena de un indiscutible sabor flamenco. Era un nuevo Manolo, sin dejar de ser él. Pero más sobrio, más intenso. Y, por momentos, más extraño. Me acordé del Adán de Morente en el Omega, también por soleá y musicado precisamente por Isidro. Pero el cante de Carmen Linares, apreviniéndonos primero del carácter lorquiano de toda la obra –A la puerta Federico llama, sí, sí–, me indicó desde el comienzo que esta nueva versión del soneto del poeta de Granada poco tenía que ver con aquélla. Pero, ¿qué estaban tocando y cantando? ¿Qué sutil maravilla flamenca era aquella? Prodigioso equilibrio entre la serenidad y la tensión, entre la belleza más delicada y el dolor más descarnado. Y como todos sabéis que los hombres no podemos hacer dos cosas a la vez, le di al pause al final del primer tema y seguí leyendo:

 

Resuelto el misterio, quedaba por saber cómo la voz del flamenco –el cante– se desenvolvería con unas líneas melódicas poco habituales, que contemplan giros arriesgados y modulaciones directas. Yo no quería componer para el cante de distinta manera que para la guitarra, pero ¿cómo reaccionaría la voz ante este extraño y nuevo estilo?

 

El primer corte me había déjalo claro que reaccionaba de forma sublime, pero inmediatamente me dispuse a escuchar el segundo: Normas. Un compás de tangos paraos servía únicamente como colchón de una música que fluía por otros cauces. Con el grupo magníficamente acoplado durante toda la pieza, era Carmen, la dama del cante, soberbia en su voz tiznada, quien sobresalía, pellizcando el alma de manera continua. Aquí apareció el verso hecho tercio –Locura de brisa y trino– que da título al álbum, elegido para ello por Héctor Blanco. Y aquí pintaron, sobre este poema de la luna y el sol que se llamó Dos normas, un paisaje árido, una estepa, una duna. Al acabar, tuve sed. Así que detuve otra vez la grabación y volví al libreto:

 

Hacía tiempo que le había prometido a Carmen una composición. Esta era la ocasión. Desde el primer momento percibió el reto que para ella significaba. Y se entregó con disposición religiosa, como quien se ha de aprender el oráculo fundamental de una nueva religión. Cualquier dificultad provocaba su entusiasmo…

 

 

«Cuando supe del título de la que a la postre sería última obra discográfica del maestro Sanlúcar, imaginé algo sinfónico, orquestal, lleno de músicos. Los antecedentes de Tauromagia, Medea o Aljibe me lo hacían presagiar. Y ese título tan sugerente reforzaba mis suposiciones. Pero se trató de un trabajo conceptual y minimalista, donde la locura, la brisa y el trino venían de un reducidísimo grupo de virtuosos, casi sin ningún adorno más»

 

 

Es lo que ocurre cuando se juntan artistas de semejante calibre en torno a un proyecto como este. Luego, seguí escuchando. El poeta pide a su amor que le escriba, en tiempo de bulería, me pareció una pieza de una variedad cromática monumental. Fue como recibir flashes con imágenes de fragmentos de mantones de Manila o de detalles de cuadros de Bacarisas. La cantaora lo remataba diciendo en compás de amalgama uno de los Sonetos del amor oscuro, musicado sobre una bellísima melodía, con delicadeza extrema y ajustado soniquete. Pero el pulso mantenido durante toda la pieza por Manolo y su hermano, mi admirado Isidro Muñoz, fue lo que más me llamó la atención en este corte. Y a propósito de Isidro escribió Manolo:

 

El lugar preferido de Isidro es la sombra. No porque protege, no; por cuanto oculta. Y esta es la razón por la que siempre lo encontraremos en el lugar más alejado del escaparate. En un mundo de semejante diseño como el que vivimos, la gente como Isidro no se ajusta a esquemas. Por ello no sabremos nunca cuándo quiere estar. Pero, si decide hacerlo, entenderemos por qué es total y absolutamente imprescindible. Cuando se conoce su estilo, su buen hacer, prescindir de él es conformarse con poco. No conozco una intuición más culta, pulcra y talentosa. En él lo elemental se llena de sustancia, llevando al despiste a quien busque diferenciar lo básico de lo esencial. No habrá un compás sin intención. Por eso un detalle suyo puede justificar una obra. Reparando en lo dicho, ha de entenderse que su presencia sea una garantía. Y su opinión, mi seguridad…

 

Fraternal descripción de un genio hecha por otro genio, unidos ambos por la sangre y el toque. Pero yo ya estaba con el siguiente corte, la Carta a doña Rosita, de la que se nos ofrecían dos versiones, la corta y la larga. Era el único número puramente instrumental de toda la obra y una maravillosa epístola escrita en función de un aire de granaína, como un claro guiño al lugar de nacimiento del autor de Doña Rosita la soltera. Una pieza mecida en su final por un ritmo lento abandolao que me evocó paisajes del oriente andaluz, mosaicos de arábigos perfiles, alhambras por los cerros, como escribió Manuel Ríos Ruiz. Tuvo Manolo, un año más tarde, la feliz idea de incluir un cachito de esta joya como entrada a la media granaína de cristal que registró en su ópera prima la hija mayor de su amigo Morente. Y para la otra pata de su banco, para otro grande, Tino Di Geraldo, tuvo también el maestro palabras en el disco:

 

Fue mi queridísimo y añorado Diego Carrasco quien me alertó: «Escucha a este niño, que te va a gustar». Ya en los estudios para grabar ‘Tauromagia’ comenzó a sonar su percusión, distinta a todas y en un nivel en el que sólo saben desenvolverse los seres geniales. Entendí que había comenzado la nueva era de la percusión flamenca…

 

Sonaba entonces en el equipo la Gacela del amor desesperado, sobre el poema homónimo del Diván del Tamarit. Era un remanso de calma dolorida, una mirada al universo sonoro flamenco del Levante desde esta nueva (o antigua) perspectiva. Olor a mina, aroma atarantado desprendía este corte, donde la voz de Carmen –como pez en el agua en estos tonos tan suyos– se me perdía por galerías confusas en su etiquetación, mas certeras en su interpretación. Pieza ad libitum que me dejó con ganas de escuchar de nuevo el tempo de Tino, quien volvía a acompañar al grupo en el siguiente tema y del que Manolo continuaba hablando así:

 

Mi Tino ha significado para mí la tortura y el gozo. Cuando en el escenario él no está a mi lado, el concierto puede desarrollarse como un acto profesional, que realizo desde el compromiso y la disciplina (no me gusta el escaparate en el que a la hora acordada estoy obligado a mostrar mis habilidades). Pero si junto a mí está Tino, todo se transforma, y la tortura del concierto pasa a ser un acto gozoso donde la magia de su tiempo me proporciona el clima preciso para caminar y desenvolverme en un espacio tan especial en el que, más que interpretar música, percibo que hago el amor con ella. Por eso, cuando me disponía a componer esta obra y a marcar la formación y sus componentes, le pregunté si podía contar con él. Me dijo que sí. De haber dicho lo contrario, esta obra no sería así; la hubiera compuesto yo de otra manera…

 

Llegado a este punto, escuché Campo, otro versículo poético y musical inenarrable. Un paisaje otoñal de un campo andaluz, con sus imágenes familiares y sus evanescentes espejismos. Sabor a paisaje, que dijera Antonio Mairena para referirse a la pureza. Sabor a seguiriya y cabal en el cante y en el toque sin ser ni seguiriya ni cabal ni en el cante ni en toque. De las menores a las mayores, para rematarlo en un descarado aire de alegrías de Cádiz –palo al que la Casa Sanlúcar ha hecho siempre tan certeras y brillantes aportaciones– con este mágico cuarteto en estado de gracia. No hizo falta más gente. No obstante, Manolo señaló a un quinto integrante de la formación: Federico

 

La música que me nace es parida por mi angustia. ¡Cómo dejar entrar a otros a los que no les duela mi dolor, que no compartan mi dolor, que no se hermanen en mi dolor! Yo busco un paraíso que me describa a mí mismo, que me enseñe a conocer el alma que persigo, donde estén mis gentes, a las que reconozco al sentir su palabra… Su verso es mi cobijo y en él renazco cada vez que mi angustia regurgita. ¿Quién como él para asistir al parto y alumbrar con su luz mi cabecera?

 

Impresionante. Pero Manolo quiso culminar este denso peritaje creador con la fiesta. Y musicó en estas claves un momento de Poeta en Nueva York, Son de negros en Cuba, metido en el ritmo afrocubano de los tangos tamizado por siglos de gestas y epopeyas, de abrazos y conflictos, de idas y de vueltas, de convivencias y mestizajes. Todo el grupo a compás y reforzado por los coros de la sobrina Gala Évora y las percusiones y palmas del paisano Cepillo. Hispanoamérica y Andalucía. ¡Qué retrato tan certero de estas dos orillas del Atlántico!: El Caribe y Bajoguía, los manglares y Doñana, los bajíos y las marismas, el Malecón y la Plaza del Cabildo, el ron y la manzanilla, la caña de azúcar y la sal de Bonanza… Impresionante.

 

Muchos señalan Tauromagia como la obra cumbre Manolo Sanlúcar, pero yo me quedaré para siempre, desde aquella lejana tarde de principios de siglo, con esta locura. Y con esta brisa. Y con estos trinos. 

             

                                                                       

Texto: Javier Moyano

 

 


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