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Alosneros inmortales - Archivo Expoflamenco
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Alosneros inmortales

Nos dirigimos a Alosno a buscar una aguja en un pajar. El resultado fue inmortalizar para siempre a dos grandes creadores del fandango de Alosno: Manolillo El Acalmao y su hermano Juan María Blanco, creador de uno de los más bellos estilos de Alosno.


Terminando la década de los 70, la Peña Flamenca de Huelva tenía un elenco de cantaores –o mejor dicho, de aficionados cantaores, puesto que ninguno se dedicaba a cantar para vivir– que podrían gustar a unos más que a otros, pero lo que es innegable es que junto con José Domínguez El Cabrero le pusieron nombre y apellidos a muchos estilos de fandango que hoy son de docencia obligatoria en las diversas escuelas de cante, tan de moda en la actualidad. De todos ellos, me llamaron la atención los fandangos que pertenecían a Alosno y su entorno. Sobre todo resaltaban nombres como Juan María Blanco, Manolillo el Acalmao, José Ramírez Correa, Marcos Jiménez, La conejilla o Juana María la de Felipe Julián.

 

En los ochenta estudiaba yo en Sevilla y entablé amistad con Manolo Bohórquez, que dirigía un programa en Radio Aljarafe –emisora local de Ayuntamiento de Tomares– llamado El Duende y el Tarab. No era por supuesto Miguel Acal, ni Paco Herrera, personas con largas tablas en la crítica del flamenco. Sin embargo, tenía un espíritu de lucha e investigación inigualable que no dejó de poner en marcha en lo que le restaría de vida hasta el momento presente. También fue por aquellos años, cuando yo era invitado al programa cada vez que se abordaba el tema de fandangos de Huelva, porque Huelva era mi tierra, y especialmente Alosno, por haber nacido en un pueblo muy cercano a esta localidad, como es Villanueva de Las Cruces.

 

En esa época se dieron a conocer estilos, que fueron atribuidos a un grupo de creadores, gente que pertenecía al pueblo llano, y cuya transmisión se hizo de boca en boca, hasta ser enriquecidos tanto por los componentes de la Peña Flamenca de Huelva, bajo la dirección de Juan Gómez Giraldo como ponente, como por los miembros de la peña, Eduardo Hernández, Mario Garrido, Antonio Toscano, que con la guitarra de Manolo Sierra actuaban como verdaderos trovadores que recorrieron todos los escenarios de Huelva y fuera de la provincia. Por otra parte, la figura de José Domínguez El Cabrero, sin entrar en la veracidad o no del origen de sus cantes, dio a conocer estilos hasta entonces ocultos a la gran afición flamenca, entre ellos el famoso estilo de Calañas.

 

Pasaron los años y Manuel y yo perdimos el contacto. Los nombres de estos autores o creadores de estilos o músicas variantes del fandango flotaban en nuestra más remota imaginación. No podíamos ponerle cara, fecha o voz a ninguno de ellos. Eran como diminutos dioses de una música preciosa, arcaica, que deleitaba al aficionado al flamenco y al folclore, puesto que en aquella época esa parcela del cante se consideraba más folclórica que flamenca, sobre todo si era comparada con la creatividad que se situó en una línea que une Sevilla con Cádiz y sus entornos próximos, donde nació y se desarrolló la raíz de lo que entonces llamábamos flamenco serio, o cantes matrices.

 

No sería hasta bien entrada la década de los 90, concretamente en el verano de 1996, cuando estando yo casado con una tharsileña y teniendo mi casa en Minas de Tharsis recibí una llamada de Manolo instándome a buscar fotografías de esas figuras arcanas, prehistóricas del fandango de Alosno, para publicarlas en una enciclopedia ilustrada de flamenco que surgió con la ambiciosa pretensión de documentar gráficamente todo su contenido. Mi respuesta fue que eso era poco menos que imposible. Pero ante la insistencia de Manolo, no tuve más remedio que aceptar y acompañarlo a Alosno, a ver qué suerte nos deparaba el destino. Si caía algo, bienvenido sería. Y en caso contrario, nos tomaríamos algunas copas de aguardiente de las cuatro fábricas que existían en la localidad fandanguera por excelencia por entonces.

 

La figura de Santiago Osorno Orta había estado siempre relacionada con todo lo que giraba en torno a las tradiciones de Alosno, de modo que fue esta la primera persona que visitamos, con un resultado nefasto. «Conseguir fotografías de esos señores es tarea imposible», nos dijo. «Pero hablad con mi hermana Lucía, que quizá os pueda contar algo de ellos». Con este topetazo de primer plato, fuimos a buscar a la mencionada Lucía Osorno, que por aquel entonces había publicado un libro de letras de fandango y coplas titulado Alosno, la tierra cantada, o algo por el estilo. Lucía era una persona vivaracha, hablaba rápido y su discurso giraba en torno a su obra y su saber, pero por descontado ni nos supo dar pista, ni obtuvimos nada que nos pudiera servir.

 

Estábamos desesperados. Ya le había advertido yo a Manuel que aquello era tarea poco menos que imposible. Alosno era y es un hermoso pueblo, con sus casas enormes, rozagantes de lujo tanto por dentro, con sus patios interiores donde el olor a jazmín se podía mascar y la buganvilla hería las retinas como piedras preciosas sobre las enjalbegadas paredes. En el exterior lucían tres puertas y sendos balcones en la planta superior de hierro forjado. Eran casas o palacetes pertenecientes a las clases más acomodadas del siglo XX, que contrastaban con las modestas viviendas que siempre denota la pobreza, situadas en la periferia y construidas la mayoría de ellas sobre las suaves pendientes que impone el terreno andevaleño. Era un pueblo que me era familiar de sobra, y la verdad es que nunca vi ni oí hablar de fotos de los autores citados.

 

Opiniones y conversaciones, algunas verídicas, otras con el aditamento que supone la transmisión oral, había centenares, pero fotos ninguna. Lo único que teníamos a mano, y no en foto, sino su vivísima persona, era La Juana María la de Felipe Julián, que ya entrada en años, vivía con un señor muy devoto de San Juan Bautista, que debió ser Borrero de apellido, pero que en Alosno lo conocían por «Borreguilla». Tenía la mejor colección de imaginería imaginable en torno a la figura del antecesor del Mesías, desde imágenes de San Juan Bautista en las que aparecía vestido con piel de camello, ceñido con cinto de cuero, señalando con el dedo índice al verdadero Salvador, hasta una bandeja donde reposaba su cabeza decapitada por la guardia del rey Herodes, con todos los detalles anatómicos que el escultor pudo observar de un cuello seccionado. Todo eso nos enseñó la Juana María aquel día y mucho más, pero también divagaba en extremo. Sin embargo, fue de la única que obtuvimos una remota pista sobre sus congéneres en la creación de estilos tan populares.

 

 

«Manolillo El Acalmao, cuyo fandango se caracteriza porque sus tercios cuarto y quinto se comprimen en uno solo, aumentando la velocidad del cante antes del remate final. Y su hermano Juan María Blanco, creador de uno de los más bellos estilos de Alosno, cuyo cuarto tercio hay que redondear con ayes hasta culminarlo de forma elegante y majestuosa»

 

 

José Domínguez El Cabrero había grabado un fandango que titulaba De la Juana María. Y claro, era lógico preguntarle sobre él a su misma creadora, puesto que estaba delante en cuerpo y alma. Su respuesta no se hizo esperar. Además de negar que ella hubiese creado ningún estilo, hizo una curiosa alusión al fandango que El Cabrero bautizó con su nombre. Y para muestra, nos dijo una letra que no deja de ser entrañable y rotunda, en una mezcla de humildad y desafío al mismo tiempo:

 

Anda cantando El Cabrero
un fandango con mi nombre,
que me pregunten a mí,
yo no conozco a ese hombre.
¡Qué manera de mentir!

 

Aquello nos dejó perplejo. Pero nuestro objetivo era el que era, y fue la anciana Juana María la que nos orientó sobre quién podía tener fotos de Manolillo el Acalmao y, por ende, del que resultaría su hermano, Juan María Blanco Orta. Primeramente nos mandó a una casa que está en una trasera al final del paseo de Alosno a la derecha, en la Calle Regajillo, porque allí vivían descendientes de Manuel Blanco Orta, Manolillo el Acalmao. Nada más entrar, nos llamó la atención un retrato que estaba en la mesa principal de salón. Era ni más ni menos que la fotografía de Pedro Juan Carrasco García, el que había sido campeón del mundo de los pesos ligeros años atrás, que era todo un personaje de la prensa del corazón. En este domicilio tampoco existían fotos de estos señores, que ya creíamos que podrían pertenecer a la imaginación popular más que a la realidad. Sin embargo, fue allí donde nos indicaron otro domicilio en el que casi con toda seguridad había fotos de Manuel Blanco El Acalmao. Nos mandaron al estanco de Alosno.

 

El estanco era otra enorme casa de la gente de alcurnia del pueblo. Personas que se habían dedicado a «los consumos», como era el caso de Juan María y Manolillo, que mira por dónde supimos que eran hermanos. El estanco estaba regido por dos señoras mayores, hermanas, solteras, sobrinas en segundo o tercer grado de Manolillo. Nos dijo que volviéramos otro día, que tal vez en «el doblado» –que así es como se llama al desván en los pueblos del Andévalo– en algún arca es posible que hubiera alguna foto de su tío. En compañía nuestra iba un fotógrafo, cuya tarea es hacer lo que en la actualidad hacen los móviles, escanear las fotos, solo que en aquella época no se podía hacer directamente con la cámara, sino que era necesario llevarse la fotografía a un laboratorio y someterla a la tecnología que existía por aquellos años. Este fotógrafo, cuyo nombre no recuerdo, fue el que instó a aquella mujer a que buscara en las arcas del doblao la fotografía de su tío Manolillo. Con eso ya no nos volveríamos a palo seco por lo menos. Era poco, pero menos daba una piedra.

 

La mujer subió con torpeza, escalón a escalón unas gradas empinadas de entarimado de madera, y nosotros saboreábamos una copa de aguardiente mientras oíamos como en el desván se arrastraban muebles, se desprendían objetos. Algunos debieron rodar por el suelo. Mucho nos temíamos que, quizá por torpeza de visión o porque constituyera para la anciana un trabajo desmedido, no hallaríamos nada. Sin embargo, nos llevamos nuestra primera sorpresa: nos mostró una fotografía en formato cartón, de color sepia, perfectamente conservada en la que Manuel Blanco Orta Manolillo el Acalmao aparecía de cuerpo entero, perfectamente vestido y luciendo un bigote, que al parecer estaba de moda en aquella época, que yo calculé en plena restauración de Cánovas del Castillo.

 

Aquello ya constituía un tesoro. El fotógrafo le pidió la fotografía con la condición de devolvérsela en pocos días y la anciana accedió.

 

Al interrogarle sobre Juan María Blanco, nos dijo que era hermano de aquella persona que figuraba en la imagen, y que su hija aún vivía, casas más arriba, en la calle del Barrio. Acto seguido nos dirigimos a la casa de la mencionada señora, la hija del genial Juan María Blanco, que rondaba por entonces los ochenta años y se caracterizaba por su desconfianza hacia nosotros, pues bien nos costó que nos diese la única fotografía que conservaba de su padre. La señora nos recibió en el postigo de la casa y ni siquiera nos invitó a entrar, quizá algo comprensible para una persona de su edad, con la añadidura de que estaba y vivía en soledad. Al hablarle de su padre, nos dijo que esperásemos y nos mostró otra fotografía, esta vez de medio cuerpo, de mayor exposición y coloreada, en la que se vislumbraba una persona de caracteres físicos muy cercanos a la que correspondía la fotografía anterior, como su hermano que era, comprendimos después.

 

Al principio se negó en rotundo a darnos la fotografía, pero a base de insistir mucho, y cuando nuestro acompañante le hizo comprender que era para dar a conocer la figura de su padre al mundo, y que éste aparecería en lo sucesivo en los libros, dudó, y tras un tira y afloja, nos dejó la foto, bajo promesa de tenerla otra vez en su poder en un par de días como muy tardar. Tras cedernos la foto, debió arrepentirse, pues al poco rato llamó por teléfono al fotógrafo y exigió la devolución inmediata de aquella joya, de modo que éste hubo de darse prisa en escanearla y retocarla deprisa, si quería salir bien parado ante la terquedad de aquella buena señora.

 

De esa forma habíamos cumplido nuestro objetivo. Nos dirigimos a Alosno a buscar una aguja en un pajar y el producto de pasar toda una mañana en el pueblo, con el recorrido antes especificado, fue el de inmortalizar para siempre a dos grandes creadores del fandango de Alosno: Manolillo El Acalmao, cuyo fandango se caracteriza porque sus tercios cuarto y quinto se comprimen en uno solo, aumentando la velocidad del cante antes del remate final. Y también, el de su hermano Juan María Blanco, creador de uno de los más bellos estilos de Alosno, cuyo cuarto tercio hay que redondear con ayes hasta culminarlo de forma elegante y majestuosa. Ambos tal vez fueran procedentes de estratos sociales no acaudalados, pero su valentía y su denuedo hizo que recorrerían por toda España asegurando el pago de impuesto al Estado por parte de personas que defraudaban la hacienda pública, y cuyo beneficio por ello en aquella época recibió el nombre de consumos. Lo que convirtió generó grandes fortunas entre alguno de los habitantes del pueblo de Alosno.

 

 

Francisco Cuaresma

 

 


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