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Pepe Cantos, el Cortijo de El Gallo y las cintas magnetofónicas

Cuarta entrega de FE DEBIDA: memorias flamencas del investigador portuense Luis Suárez Ávila. De Don José Cantos Ropero y las reuniones con cantaores y guitarristas en los altos de El Gallo Azul.


Dije que hablaría de Don José Cantos Ropero, jerezano, agricultor, que llevaba el Cortijo de El Gallo en El Puerto. La vida de este señor transcurrió entre ventas, colmados y lugares donde se juntaba con los gitanos que encontraba, pero muy en particular en los altos de El Gallo Azul, entre las calles Larga y Santa María, en Jerez, donde tenía un paradero y donde mantenía sus reuniones con cantaores y guitarristas a los que, ciertamente, tenía cubiertas sus necesidades y de los que era su paño de lágrimas. De ahí que no había flamenco que, a cualquier hora del día y de la noche, lo trajera a retortero. Además lo grababa todo. Fue impresionante la colección de cintas magnetofónicas que dejó, cuyo paradero es hoy desconocido. Sin embargo eran de una riqueza inusitada. La pérdida de esta impagable colección es uno de los desastres más grandes en el mundo del flamenco, pues han desaparecido las grabaciones de muchos artistas inéditos de casi los años treinta del siglo XX hasta sus años setenta u ochenta, más o menos, en que, según recuerdo, murió.

 

El Gallo Azul, Jerez.

 

Pepe Cantos, como todos le llamaban en Jerez, era frecuentador de Benjamín el de la Rosaleda, lugar al que todas las noches acudía y donde le estaban esperando un buen plantel de cantaores, entre los que destacaba El Borrico, en busca de la inevitable fiesta. En Madrid solía recalar por Villa Rosa, se asentaba en un reservado, y, por medio del camarero, llamaba a los artistas que estaban en busca de una reunión. Pepe el de la Matrona me contó que un día, estando Pepe Cantos en Madrid, con unas copas de más, como se ponía caprichoso, mandó al camarero de Villa Rosa llamar uno a uno a los flamencos que hubiera. Uno a uno fueron entrando en el reservado y a Pepe Cantos no se le ocurrió otra cosa que preguntar a cada entrante si sabía cantar la debla. Como uno a uno le dijeran que no, los despachaba, también uno a uno. Ocurrió que llegó José Cepero y le dijeron que allí estaba Pepe Cantos preguntando a todos que quién sabía cantar la debla y que como todos le dijeran que no, los fue despidiendo. José Cepero, ni corto ni perezoso, subió al reservado, saludó cortésmente a Cantos y como este le hiciera la misma pregunta que a los demás, Cepero le respondió con mucha astucia: “Ese es un cante muy raro y muy difícil y nadie lo sabe bien nada más que un señor de Jerez, al que no tengo el gusto de conocer, que se llama Don José Cantos”. Ese momento Pepe se puso en pie, abrazó a Cepero, que, por su ingenio, fue el único que esa noche sacó tajada.

 

Villa Rosa, Madrid.

 

«La pérdida de esta impagable colección de Pepe Cantos es uno de los desastres más grandes en el mundo del flamenco, pues han desaparecido las grabaciones de muchos artistas inéditos desde los años treinta del siglo XX»

 

Dije que Pepe Cantos era el paño de lágrimas de todos los flamencos con quienes gastó una inmensa fortuna. Lo mismo atendía de Anica la Piriñaca que a La Bolola, que al Mono, que a El Berza. Pero su perdición era por El Borrico. Nadie salía, después de verlo, defraudado. Pero, a veces, es que se pasaba de generoso.

 

El Berza. Foto Vanesa Lobo.

 

Tío Juane, La Bolola, su marido y El Borrico.

 

Ocurrió, una vez, que José El Negro se acercó con su burro al Cortijo de El Gallo y, preguntando por Pepe Cantos, lo halló en el caserío y le pidió permiso para coger higos de tuna de un vallado que allí había. Pepe se lo dio. Cuando El Negro comenzó con la caña a recolectar los higos, tuvo la mala suerte de darle un cañazo a una penca de la que salió un enjambre de avispas espantoso. El Negro dejó todo y salió corriendo, como una exhalación,  porque las avispas lo perseguían. Al pasar por el cortijo, al ver a Pepe, le dijo: “Pepe, Pepe, te vendo el vallado en 500 pesetas”. Y fue Pepe y se las dio. El Negro quedó remediado, y sin higos, pero con las 500 pesetas. Y se marchó tan pancho sobre su borrico.

 

José el Negro.

 

Tuve la suerte una vez, con Tío Parrilla, de conocer el paradero que Don José tenía en los altos de El Gallo Azul. Aquello parecía una leonera, por el desorden que allí reinaba. Fue entonces cuando pude oír algunas placas de gramófono, algunas cintas que puso y escuchar la enjundiosa conversación que Tio Parrilla y él mantuvieron, aunque, si digo la verdad, quedé sorprendido de tanta sabiduría flamenca, pero no tuve todavía la conciencia, ni el conocimiento, de poderlo asimilar todo.

Ese mismo día, con Tío Parrilla, conocí, en una casa medio en ruinas, llena de libros por todas partes, a un singular guitarrista. Se trataba de Rafael del Águila, al que Tío Parrilla le dio un sobre con dinero porque se dedicaba a dar clases de guitarra, precisamente a un hijo de Parrilla, Manolito. No pude saber más, ni vi nunca más a Rafael del Águila, sino que, al cabo del tiempo, me enteré que todos los guitarristas de Jerez le debían su enseñanza; que era discípulo de Javier Molina y que era barbero y un gran bohemio.

 

José Brea, Breita.

 

De aquellas fechas, que sería por el año mil novecientos cincuenta y cinco, en la salita de espera del bufete de mi padre, yo entré en conversaciones flamencas con José Brea, Breita, y con Juan Vargas Ortega, Juan La Cera, clientes del despacho. Breita era empresario, gallero de postín, había sido novillero, era cuñado de Manolo Vargas y del Cojo Peroche y gran amigo de Agustín El Melu, a quien yo ya conocía, porque me lo había presentado Anzonini. Juan Vargas Ortega era empresario salinero, corredor de fincas y de ganado  y descendiente de la estirpe de El Fillo y de El Nitri, y cosa muy importante, su familia materna descendía de San Fernando. 

 

«Breita contaba con mucho detalle los avatares de sus viajes en barco a Venezuela, exportando gallos ingleses de pelea, y hacía gala de las monedas de oro y las esmeraldas que traía de vuelta»

 

Con Breita quedé en ir un día a Cádiz a la tertulia que El Melu tenía en el Bar Andalucía, en la calle Columela. Breita tenía de gallero aquí en El Puerto, precisamente a Curro Canales, el herrero que yo había conocido. Breita contaba con mucho detalle los avatares de sus viajes en barco a Venezuela, exportando gallos ingleses de pelea, y hacía gala de las monedas de oro y las esmeraldas que traía de vuelta.

 

El Borrrico.

 

Con Juan Vargas Ortega quedé en que un día me presentaría a Antonio Mairena, que en aquel tiempo también se dedicaba al trato de fincas. Todo aquello no quedó en saco roto, porque en mayo de 1958 me presentó a Antonio Mairena, al salir de un espectáculo en el Teatro Principal de El Puerto, donde cantó y adonde Juan me había llevado.

Ese mismo año, Breita me llevó a Cádiz, en su magnífico coche, y recalamos por el Bar Andalucía, en busca de Agustín el Melu y su tertulia. En la terraza, se sentaba siempre José Espeleta, hijo de Ignacio, que se dedicaba, con su cubo de engrudo y su brocha, a pegar carteles de toros o de lo que fuera y entregaba unas tarjetas con su nombre y, debajo, ponía su profesión: “Fijador de propaganda mural”. Digno hijo de su padre.

Imagen superior: el guitarrista Rafael del Águila

 

Ver aquí las entregas anteriores de Fe debida: memorias flamencas del investigador portuense Luis Suárez Ávila.

 

 


Luis Suárez Ávila (El Puerto de Santa María, Cádiz, 1944) es posiblemente el decano de los investigadores flamencos. Máxima autoridad mundial en el Romancero, es abogado y desde muy joven sintió la llamada del cante más puro.

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