Algo se muere en el alma…
Un excelente amigo de Utrera se ha subido al tren del compás sinfín. Ahora veo numerosos mensajes halagando a Manuel Requelo, y comprendo que logró enriquecer a su manera la vida flamenca de la generación actual y su entorno.
Cuando el año se está acabando acelerada e irremediablemente, debería repasar lo acontecido de los últimos doce meses, y comunicar observaciones importantes y profundas al respecto, a pesar de la sensación de vacío que ahora me invade. Ya que la sabia dirección de Expoflamenco me permite mucha libertad (Dios la bendiga), sigo el hilo jondo que tiñe toda la vida de manera distinta a nosotros los adeptos. Propongo que recordemos durante unos minutos a los seres queridos y artistas que se nos han ido a cada uno, cada individuo con su lista particular.
Un excelente amigo de Utrera se ha subido al tren del compás sinfín, y no he podido desearle buen viaje ni llevarle un bocadillo de pringá. Cantaor aficionado de toda la vida, con pataíta sabrosa, defensor del flamenco más clásico. ¿Que cómo se llamaba? Como tantos millones de españoles: Manuel. De apellido, Requelo. Lo conocí hace 52 años en la madrugada del Viernes Santo cuando cantamos por bulerías a La Virgen de los Gitanos de Utrera que fue llevada por la Calle Nueva donde el Pinini tanto alborotaba si venía ebrio, según reza el verso.
Pobre Manuel, no asistía a velatorios ni entierros, decía que traía mala «suerte», y ni así se ha salvado. Teníamos entonces veinte y pocos de años, y cada finde alguien se casaba o bautizaba con fiestas o reuniones espontáneas celebradas en almacenes y garajes con bombillas colgando, y papas fritas de aperitivo. Con el cante y el baile apenas notabas la ausencia de calefacción… o del aire acondicionado, según el caso. Una gloriosa escasez, típica de la época, llevada con dignidad y que sirvió como la sal al guisao.
Manuel tenía el don de saber disponer aquellas reuniones para optimizar el ambiente para cante. Una “regla” implícita pero nunca pronunciada: que cada uno de los presentes llegara a hacer algo, un cantecito, una vuelta por bulerías, hasta una declamación (una costumbre que antes se veía bastante), cada persona su momento para que nadie hiciera de espectador ni que hubiera aplausos. Recuerdo una vez, en medio de unos cantes por fiesta con toda su intensidad, como Manuel se acercó a una frágil anciana en silla de ruedas, la levantó en brazos e hizo que “bailara” sin tocar el suelo, llenándola de alegría hasta llorar, como lloro yo con el recuerdo.
«Cada seguidor del arte jondo ha tenido amigos o familiares que le han enriquecido el camino, y que ya no están. Recordémoslos con la alegría de saber que no, el flamenco no está “roto”, ni siquiera averiado, siempre está allí para rellenar los huecos del alma»
Cuando empecé a escribir, a Manuel le encantaba proponerme temas. Confieso que le hacía poco caso, hasta que un día dice “la Zangarriana… ¡tienes que contar acerca de las fiestas que había en la Zangarriana!”, que no fue más que una enorme finca a donde iba mucha gente de Utrera y otros lugares a trabajar en los campos donde siempre faltaba mano de obra. A raíz de eso, y con la insistencia del investigador Luis Soler, escribí acerca de la vida y el ambiente flamenco en las primitivas gañanías de los cortijos de entonces, así rellenando un pequeño capítulo de la historia reciente del género.
Nunca sabemos quién va a aportar o hacernos comprender determinados episodios de la vida. Ahora veo numerosos mensajes en Facebook, más largos, más cortos, halagando a Manuel Requelo, y comprendo que logró enriquecer a su manera la vida flamenca de la generación actual y su entorno.
Cada seguidor del arte jondo ha tenido amigos o familiares que le han enriquecido el camino, y que ya no están. Recordémoslos ahora mismo con la alegría de saber que no, el flamenco no está “roto”, ni siquiera averiado, siempre está allí para rellenar los huecos del alma. Felices fiestas flamencas os deseo a todos.
Imagen superior: Manuel Requelo y familiares. Foto: Estela Zatania