Cualquier diíta menos pensao… Vivencias con Fernanda
La última vez que la vi con toda su presencia regia fue en la Feria de Utrera en la caseta de sus sobrinos. Sus largas uñas estaban pintadas de rojo eléctrico, y su hermosa sonrisa estaba tan luminosa como siempre.
Vives una situación de lo más cotidiana en un día normal. Pasa algún tiempo, la situación se convierte en un recuerdo, y el recuerdo llega a ser apreciado de forma especial. Pasa más tiempo, y un día te das cuenta del privilegio que fue el haber tenido esa vivencia.
No puedo afirmar que Fernanda fuera una amiga íntima. Era mucho mayor que yo, aunque siempre me trataba, a mí y a todo el mundo, con extremo cariño y bondad. Creo que eso se delata en la expresividad de su cante, aquella ternura doliente que te tocaba el alma.
La última vez que la vi con toda su presencia regia fue en la Feria de Utrera en la caseta de sus sobrinos, Inés y Luis, en los primeros años del nuevo milenio. Sus largas uñas estaban pintadas de rojo eléctrico, y su hermosa sonrisa estaba tan luminosa como siempre. Se quedó sentada en un lado de la caseta durante horas. Cada persona que entraba se dirigía hacia ella para presentar sus respetos con besos y abrazos. Su cara se iluminaba con cada uno, y ella mostraba su agradecimiento con la elegancia de una auténtica reina. Me quedé sentada a su lado durante largo tiempo, le hablaba de cosas intrascendentes, le llevé algo de comer y beber y la abanicaba cuando el calor del mediodía dentro de la caseta llegó a su intensidad andaluza. Recuerdo un cantaor que vino a saludarla, y que parecía ser un gran amigo. Cuando se apartó pregunté a Fernanda cómo se llamaba aquel hombre, y ella contestó:“Ay, hija, ya no me acuerdo de los nombres”. Y las dos nos reímos.
Se marchitaba poquito a poco, me partió el corazón en pedacitos ser testigo de su declive, y me da vergüenza confesar que evitaba ir a verla debido a la tristeza que me producía.
Había conocido a Fernanda unos treinta años antes, cuando ella se encontraba en una espléndida madurez artística. A menudo iba a Morón, donde yo vivía en aquel entonces, casi siempre llevada desde Utrera por el taxista Pitiñi, que adoraba incondicionalmente a esta señora. Llegaba al pueblo y se dirigía a Casa Pepe, cuesta arriba al lado de la iglesia San Miguel, para buscar a su amigo Diego del Gastor, que siempre se alegraba de verla. Pasarían el rato con amigos y aficionados locales, y después de unos chatitos de vino, casi siempre había algo de cante. Recuerdo que en una ocasión un amigo mío invitó a todos a su casa. Unas cinco o seis personas. Diego no estaba aquella vez, pero su sobrino Dieguito sí, así que no había problema de guitarra. En aquellos años, los primeros de los setenta, en los pueblos de Andalucía la gente pasaba el invierno sentada al calor de la mesa camilla. Nos acomodamos a la mesa redonda cubierta de una gran manta pesada que colocamos sobre las rodillas. Debajo de la mesa estaban las brasas. No es de sorprender la frecuencia de los incendios en casa durante esa época. Fernanda cantó por bulería, luego por fandangos, y luego bromeó: “¡Pero bueno! ¿qué pasa? ¿No va a cantar nadie más?”. Nos reímos, y el ambiente se relajó. Cada uno cantó alguna cosa, más que nada por soleá o por bulería, algún fandango… A nuestra insistencia, Fernanda realizó una breve pataíta, partiendo sin querer una baldosa. El dueño de la casa juró que nunca sustituiría la pieza porque la había partido una reina. En otra ocasión, Fernanda no tenía medio de transporte para volver a Utrera, y ofrecimos llevarla con algunas otras personas. El coche iba lleno, tuve que sentarme en el regazo de Fernanda durante el viaje de 35 minutos. Recuerdo haber pensado: “Hoy los dioses me han bendecido, estoy sentada en el regazo de la Reina de la soleá…¡y qué gran oportunidad para hacerle preguntas!”. Quería saber dónde había aprendido Cuando se entere el sultán…, y si era fragmento de un verso más largo. Luego, le pregunté si cierto verso empezaba en el 10 o el 12. “¡Pero qué manía con los números! Y además, ¿qué significan?”, me reprendió. Fue la lección de cante más breve y más valiosa jamás impartida o recibida por nadie.
El recuerdo más conmovedor de todos tuvo lugar en la Feria de Morón un domingo por la mañana después de una larga noche de fiesta. Por alguna razón, Fernanda y yo nos encontramos al amanecer en una caseta prácticamente vacía, mientras los trabajadores municipales retiraban la basura de la noche anterior. Nos sentamos en una pequeña mesa redonda, a duras penas manteniendo los ojos abiertos, esperando pedir el desayuno. Un hombre alto, de mediana edad, caminó lentamente hacia la mesa, con andares ebrios. Iba elegantemente vestido de traje y corbata, y era obvio que también había estado de marcha durante la noche. Se inclinó hacia Fernanda con mucho teatro, y le habló ceremoniosamente, como W. C. Fields, arrastrando las palabras: “Mi querida y muy admirada doña Fernanda. Humildemente solicito que me dé su zapato para beber champán en él”. No parecía estar de broma, ¡no podía creerlo! Pero más sorprendente todavía fue la reacción de Fernanda. Sin dudarlo por un instante, sin alzar la cabeza siquiera para mirarle a la cara, se agachó, se quito uno de sus zapatos de tacón y se lo dio. “¡Pero Fernanda ¿qué haces?!”, exclamé por lo bajini. Me respondió con palabras que todavía retumban en mis oídos: “Todo el mundo me quiere por mi cante… pero nadie me quiere”.