Un día de lujo en Utrera
Ser aficionado al flamenco no tiene que ser solo acudir a un teatro o comprar discos. Hay una manera de sentirse flamenco, que es perdiéndose por las calles de estos pueblos con tanta historia. Vayan allí y busquen quien les diga por qué es flamenca Utrera y por qué sus flamencos nunca se quieren ir.
El pasado sábado pasé el día en Utrera, ese pueblo sevillano con tanta historia flamenca. Llegué temprano y me perdí por sus calles, sin dejar de pasar por la calle Nueva, de donde eran Fernanda y Bernarda, esa que se alborotaba cada vez que Popá Pinini se emborrachaba. Entras en tan estrecha calle y las fachadas encaladas de sus casas huelen aún a las cantiñas de aquel gitano tan peculiar y tan puro. Inevitablemente, paseando por Utrera me acordé de algunos buenos ratos con Gaspar, el genio del cante, quien cada vez que me veía en el pueblo me preguntaba que qué se me había perdido por allí, aunque con arte, sin guasa. Y de José Fernández Granados, Perrate, otro genio del cante, un gitano humilde, hijo de silleros, profesión que tuvo él mismo hasta que le dio por cantar y acabar con el cuadro. Por un momento creí ver a Curro el Toleano, Curro de Utrera, leyendo el periódico en la terraza de un bar, con aquella cabeza blanca de la que salían unos fandangos acaramelados, de miel, aquel velero que siempre ganaba porque él lo gobernaba. Recordé alguna que otra borrachera con Diego el Cabrillero, que aún vive, un sobrino de Chocolate que canta como Dios, dueño de un metal tan gitano como el de su tío, aunque adobado con el aroma de Utrera. Y vi a Pepa la Feonga, la mejor festera de España, ya ausente, pero la vi andando con su garbo y su compás.
Luego almorcé en La Abuela María, un restaurante de la calle Juan de Anaya, propiedad de una hija del gran Enrique Montoya, Catalina –Cati para los amigos-, sin duda uno de los mejores artistas de esa tierra. En este precioso restaurante te puedes comer un cocido o unas sopas de tomate y entrarte ganas de quedarte a vivir allí. El marido de Cati, Luis de la Ramona, y Manolito Pelusa, el bailaor de Nimes afincado en Utrera, eran mis anfitriones y tuvimos una charla interesante sobre el cante de esta tierra, sus linajes gitanos y la necesidad de que Utrera no se resigne a vivir del recuerdo, de las rentas de su glorioso pasado, de las soleares de La Sarneta y los martinetes de Perico Mariano El Pelao, del eco incomparable de Manuel de Angustias o del son único de Bambino. El día acabó en un bar con una terraza soleada, propiedad de las hijas de Diego Chamona, sobrinas de Bambino, donde pudimos disfrutar de una improvisada fiesta, corta, pero encantadora y de un increíble sabor a Utrera.
De regreso a casa, con el sol ya de siete sueños, reflexioné sobre lo afortunados que somos quienes vivimos en esta tierra, en la que el reloj es solo un adorno, porque el tiempo se para y no importa cuando estamos a gusto. Y en Utrera se está a gusto. Es un pueblo que a pesar de que ha crecido no ha perdido su carácter de pueblo, aunque esté ya a media hora de Sevilla en coche y a un tiro de piedra de tierras también tan flamencas como Cádiz o Jerez, Lebrija, Alcalá de Guadaíra o Morón de la Frontera. Pasar un día en Utrera no es cualquier cosa, es un lujo, pero al alcance de quien lo desee.
Ser aficionado al flamenco no tiene que ser solo acudir a un teatro o comprar discos. Hay una manera de sentirse flamenco, que es perdiéndose por las calles de estos pueblos con tanta historia, pisar las mismas piedras que pisaron tantas veces aquellos genios, tomar copas de vino en aquellas tabernas en las que se enredaron a compás y oler en el aire los aromas que ellos olieron. Si aún no conocen Utrera, no se lo piensen. Elijan un sábado cualquiera, anden por su casco antiguo, almuercen en La Abuela María y busquen la compañía de un buen guía, alguien quien les diga por qué es flamenca Utrera y por qué sus flamencos nunca se quieren ir a ninguna otra parte.
* Artículo publicado originalmente en ExpoFlamenco el 14 de marzo de 2016