Castro del Río, el flamenco y la madera de olivo
Había que tener reaños y algo más para volver a crear un nuevo festival este año. Pero los castreños son gente valiente y han organizado el Mecedora de Olivo - I Festival de Cante Flamenco de Castro del Río.
Castro del Río, el pueblo de mi amigo Julio Porcel, no me defraudó sino todo lo contrario: me enamoró. Pueblo de la campiña cordobesa donde hacen muebles de olivo, pero que es algo más que eso. Me gustó el pueblo y también su gente sencilla, amable y servicial. Tiene una de las peñas más bonitas de la provincia de Córdoba y perdió el festival que tuvo hace ya muchos años. A veces hay amores que se acaban, aunque ningún amor se va nunca del todo.
Había que tener reaños y algo más para volver a crear un nuevo festival este año, aún con la pandemia y la crisis económica. Pero los castreños son gente valiente y dos de ellos, Paco Sánchez Toribio y Julio Porcel, se marcaron ese objetivo, el de que Castro del Río, de enorme tradición flamenca y estilos propios de saeta, tuviera de nuevo una cita veraniega, anual, con el cante, el baile y el toque. Han sido dos días intensos, los suficientes para que este festival no se vaya a quedar en lo que hemos vivido estos dos días, sino que tenga continuidad y, si es posible, que crezca. Que sea la Semana Flamenca de la Mecedora de Olivo, porque el origen del cante tiene mucho que ver con una mecedora.
«Fueron tres o cuatro horas de emoción, sobre todo con esos dos fenómenos que son Reyes y Rancapino, maestros jóvenes con unas voces preñadas de melismas gitanos que tienen el don del arte, eso que ni se compra ni se vende: es algo que te pega tu madre a la piel cuando te pare»
Siempre que he pensado en cómo nacería el cante se me venía a la cabeza la imagen de una madre durmiendo a un hijo con una nana. En un pueblo parecido a Castro del Río, rodeado de olivos, con gente noble y un castillo. Quizá por esta razón no me he sentido forastero estos dos días, sino castreño. Soy de pueblo y vivo en un pueblo. Me moriré en un pueblo, si el de arriba no manda otra cosa. Porque el que nace, crece y muere en uno, vive varias vidas. Así que apuesto por la continuidad del festival y por la tradición de homenajear a un gran maestro de nuestro arte. En esta edición le ha tocado a Antonio Fernández Díaz Fosforito, y el próximo año le puede tocar a cualquier otra figura.
Los pueblos son generosos y Castro del Río tiene la generosidad incrustada en las paredes de sus casas. Las atenciones en la peña flamenca estos dos días han sido emotivas. Igualmente en esas fábricas de muebles de olivo que he visitado con Quico Pérez-Ventana, que son un verdadero milagro en la era de la tecnología y lo digital. Nací a dos metros de los olivos, en Arahal, y es el árbol de mi vida. No tengo olivo en casa, sino pinos, pero sí una mecedora de olivo, pequeña, que me han regalado los castreños. Tendré una de tamaño natural en la que me pueda sentar en el porche de casa a pensar en cómo cantaron todos ayer noche en el Patio de Armas del Castillo de Castro del Río.
Cantar delante de Fosforito y de un crítico de tanta mala uva como yo no tiene que ser nada fácil y Antonio Reyes, Rancapino Chico y Antonio Nieto lo lograron. Incluso la bailaora local Anamarga consiguió atraer la atención del maestro y del crítico ogro que se come crudos a los artistas con un baile sencillo y de nervio. Fueron tres o cuatro horas de emoción, sobre todo con esos dos fenómenos que son Reyes y Rancapino, maestros jóvenes con unas voces preñadas de melismas gitanos que tienen el don del arte, eso que, como bien dijo Julio Porcel, ni se compra ni se vende: es algo que te pega tu madre a la piel cuando te pare.
Hay que dar las gracias al Ayuntamiento, con su alcalde al frente, Salvador Millán, y a Carlos Porcel, el encargado del bar y la cocina de la peña, por cómo nos puso de bacalao frito, calamares y carne ibérica. Esa amabilidad y hospitalidad de los castreños, tan famosa, casi tanto como sus mecedoras de olivo. Sin esa hospitalidad y el cariño, el arte no hubiera aparecido.