Un detector de ojana
No sé cuántos años me quedan de crítico o de periodista especializado, pero os digo que cada día me creo menos ese flamenco de plástico que venden a precio de oro y me gusta más el otro, el que me emociona.
Una de las pocas cosas que exijo a quien canta, baila o toca la guitarra es sinceridad en la expresión y que nunca quiera disfrazar lo que hacen para intentar colarla o dar el pego. No puedo con la ojana y creo que estamos en la época de más ojana de la historia del flamenco. Y ya era difícil superar la de los años cincuenta y sesenta en los tablaos de la costa española y en algunos de tierra adentro. A veces, determinados programas de la televisión del país, la única que había, se ocupaba del flamenco para turistas y si ven ahora alguno de esos programas, sabrán a lo que me refiero.
Hay artistas pocos conocidos en Sevilla, Jerez, Cádiz o Málaga que tienen el don del arte y la naturalidad. Pero, claro, esos no interesan. En realidad no interesaron nunca, en cualquier etapa. Cuando en el inicio de los años setenta del pasado siglo se hicieron Rito y geografía del cante y Rito y geografía del baile, algunos genios poco conocidos salieron a la luz, pero sirvió de poco, solo para que algunos se buscaran mejor la vida y no tuvieran que mendigar en las fiestas de señoritos.
Juan Talega, Perrate, Manolito el de María, La Perrata, La Periñaca, Joselero, el Negro del Puerto o Fernanday Bernarda eran catalogados de fenómenos naturales, pero hubo quien habló de “cantaores caseros”, o sea, sin un gran valor artístico. Antonio Mairena, por ejemplo, a pesar de que ayudó a algunos de esos cantaores y, por qué no decirlo, se sirvió de ellos también, como fueron Juan Talega, Tomás Torres o Rosalía de Triana.
Hoy hay diez o doce fenómenos de esos, caseros, que para mí tienen un gran valor, pero que no cuentan para nada. O sea, que la historia se viene repitiendo desde los mismos orígenes de este arte, cuando gitanos y gitanas de Triana iban a animar las fiestas de los señoritos en las casas de la clase alta sevillana del XIX. Fue cuando Silverio, del que Sevilla se olvidó miserablemente, decidió que había que darles valor a aquellos hombres y aquellas mujeres que habían mamado el arte de lo jondo en sus propias casas.
¿Cuántos de esos bailaores de hoy que parecen sacados de una escuela de artes marciales tienen arte de verdad? El arte de Perico el Pañero o el de su hermano José, sin ir más lejos. Bien, ¿a cuántos nos interesa de verdad Perico el Pañero? O el cante de Fernando el de la Morena. A lo mejor ha llegado el momento de que los que escribimos sobre este arte y tenemos un peso en la opinión dejemos de dar ojana y nos pongamos manos a la obra para defender ese flamenco genuino que sigue siendo casi marginal en el siglo XXI.
No sé cuántos años me quedan de crítico o de periodista especializado, pero os digo que cada día me creo menos ese flamenco de plástico que venden a precio de oro y me gusta más el otro, el que me emociona. Por tanto, actuaré en consecuencia porque estoy hasta el gorro de ojana. Y ojalá alguien de Japón, algún genio de la electrónica, invente el detector de ojana flamenca, porque se pondría rico. O sea, un aparato que pite cada vez que un flamenquito dé gato por liebre en algún tablao, festival o en su muro de Facebook.
¡Qué hartura de ojana, por Dios!