Tarde para la nostalgia
No creo mucho en eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor pero, en mi caso, tengo una enorme nostalgia de aquella etapa del cante y del flamenco en general.
Recuerdo cuando en los años setenta Sevilla era un hervidero de aficionados y buenos programas de radio, grandes recitales en peñas y lugares en los que había reuniones interesantes. En la actualidad hay ambiente, locales donde suelen actuar jóvenes valores y una peña como Torres Macarena, que sigue siendo un ejemplo a seguir. Pero así todo, echo de menos aquellos años en los que te podías encontrar en cualquier bar a artistas como Antonio Mairena, Chocolate, El Sevillano o Antonio el Farruco.
La capital andaluza tenía entonces una nómina de grandes maestros a los que te podías acercar para preguntarles cosas sobre el cante. No olvidaré cuando conocí en persona a Antonio el Sevillano, uno de mis ídolos del cante. Me recibió en su piso de Doctor Frediani, cerca de la Macarena, y estuvimos dos horas charlando en la terraza sobre compañeros suyos como El Carbonerillo, El Peluso o El Niño Ricardo. Su envidiable sentido del humor hizo posible que aquella mañana fuera inolvidable. Estaba ya Antonio muy delicado de salud y así y todo fue amable, simpático y hospitalario.
Si te ibas a Triana en aquellos mismos años no había taberna en la que no se hablara todos los días del cante del arrabal y de sus maestros principales, como pasaba en El Morapio, por ejemplo, donde cualquier mañana te encontrabas a algún cantaor o bailaor de ambas escuelas, las del Zurraque y la Cava Nueva o de los Gitanos. Hablar con El Juani, El Breva, El Pati, El Coco o Pastora, su esposa, era como asistir a una clase de historia del flamenco. El Pati fue un gran amigo mío, al igual que su esposa, que me contaba maravillas de Manuel Vallejo, con quien fue en su compañía. Me refiero al Pati, un extraordinario bailaor gitano que vivió muchos años en Tomares.
También hablé alguna vez con El Sordillo de Triana, que en realidad era de Vélez-Málaga. Vendía chucherías en la calle Pagés del Corro, con un canasto, y fue una verdadera institución de las soleares del Zurraque, maestro de, entre otros, Manuel Márquez El Zapatero, quien conserva celosamente una infinidad de letras suyas, y estilos. Conocer a aquel hombre fue algo que con el paso de los años lo considero un privilegio. Recuerdo que me habló de El Carbonerillo con lágrimas en sus pequeños ojillos de hombre ya anciano.
Me refiero hoy lunes a todo esto porque añoro más que nunca aquellos años tan especiales. No es que hoy no sea una buena época, pero Sevilla era entonces un hervidero de artistas y de grandes aficionados de los que podías aprender sentado en la terraza de un bar. Se vivía el cante de otra manera, casi como una religión. Íbamos al teatro como si fuéramos a misa y cuando acababa el espectáculo se esperaban los aficionados en las tabernas o los bares cercanos hasta que aparecieran los artistas para hablar con ellos y preguntarles sobre algún palo que acababan de hacer en el escenario.
No creo mucho en eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor pero, en mi caso, tengo una enorme nostalgia de aquella etapa del cante y del flamenco en general. No creo que regresen aquellos años, su ambiente, porque cada etapa es única y aquello lo fue, sin duda alguna. Los jóvenes deberían estudiar esa etapa, porque parte de lo que sucede hoy, de lo bueno, viene de esos años. Las décadas de los setenta y los ochenta fueron maravillosas y quería recordarlas en esta tarde, con un sol que comienza a perderse por las copas de los pinos de La Puebla del Río. Creo que me estoy haciendo mayor, es eso.