Querido Enrique
Reconocer que te fuiste del todo hace ya mismo siete años es restarle importancia a tu obra. Tu escuela está viva, los jóvenes beben en la fuente de Enrique Morente y ellos se van a encargar de que seas inmortal.
Hace tiempo que no sé nada de ti. Tardé dos o tres años en aceptar que te habías ido a ese lugar donde la diferencia no está en los hombres, sino en el frío mármol que los cubre. Todavía no estoy totalmente convencido de tu marcha, porque siempre pensé que serías inmortal. Lo eres, sin duda, pero, ¿te puedo ver, te puedo llamar, podemos quedar para tomar un mosto o un café? No. Eso es lo que me gustaría y, lamentablemente, es algo imposible, se crea en lo que se crea.
Tardé en descubrir al Morente más cantaor, el de los primeros años del profesional, cuando con treinta años había demostrado ya que era uno de los clásicos. Como a muchos jóvenes de mi generación, me enganchó Estrella, de su disco Despegando. ¡Y vaya si despegó! Yo estaba en un grupo de sevillanas de estos de barrio y cantábamos Estrella como una novedad del nuevo flamenco de finales de los setenta, una pieza musical que los puristas no consideraban flamenco.
La primera vez que estreché la mano de Enrique fue en Madrid y me pareció saludar a un marciano. Estábamos en la entrada de un hotel de la Gran Vía y, siendo todo en blanco y negro, lo veía en color. Esa noche comprendí que era un artista al que tenía que seguir hasta el fin del mundo, y así fue. Eras distinto a todos en todo, un cantaor clásico que andaba en la modernidad. Un caso raro, maestro.
Estuvimos toda la noche de copas por las salas de Madrid en compañía del pintor sevillano Antonio Badía, tu gran amigo. Me presentaste a las actrices María Asquerino y Pastora Vega, y al gran periodista José Luis Balbín, el de La Clave. Te respetaban de una manera que me interesó mucho, porque no te trataban como al típico flamenquito de ¡arza y toma!, sino como a alguien de la cultura comprometido con la situación política del momento y la música más vanguardista y seria de Europa, que era el flamenco de esos momentos, en los ochenta.
No voy a caer en lo que cayeron aquellos agoreros que aseguraban la muerte del cante cuando murieron Chacón, la Niña de los Peines, Marchena, Caracol o Mairena. El cante no se muere nunca, es imposible, porque se van unos cantaores y llegan otros. Y, además, dejan su legado cuando se mueren. Reconocer que te fuiste del todo hace ya mismo siete años es restarle importancia a tu obra. Tu escuela está viva, los jóvenes beben en tu fuente y ellos se van a encargar de que seas inmortal.
No puedo pensar en ti sin llorar, porque te echo de menos como no he echado jamás de menos a ningún cantaor. Ni siquiera me voy a esforzar en explicar cómo eras de verdad como cantaor y como persona. Único, algo que será difícil que se repita, maestro. Hoy he estado tomando mosto en Palomares del Río, uno de mis muchos pueblos, que tanto te gustaba. Y me he acordado de ti cuando he visto cómo un rayo de sol entraba por una ventana y alumbraba parte de una barrica.
Se te paraba el reloj cuando estabas en el Aljarafe, en Umbrete con nuestro común amigo El Tigre o en Bormujos con Pepe Girón. Incluso pensaste alguna vez en comprar una casita en esa zona para venir de vez en cuando a darte un baño de sol aljarafeño. Te fuiste antes de hacer realidad ese sueño.
Siete años ya de tu muerte, maestro, y parece que fue ayer. El día 13 estaré en Barcelona, en el estreno de tu Réquiem. Me apetece estar contigo, porque sé que aparecerás por allí. Si no vas, que sepas que lloraré. Ya está bien de perderse tanto, maestro.