El abuelo y los aficionados caseros
Un aficionado casero es el que casi nunca ves en los teatros, las peñas y los festivales, pero que tiene en su casa miles de cintas, discos y libros de flamenco, y que no sale de su cuarto ni a tiros. Suelen decorar las paredes con fotografías de sus cantaores favoritos y tener un barril de manzanilla encima de una
-Abuelo, ¿qué es un aficionado casero?
-Buena pregunta, Manolillo. Un aficionado al que casi nunca ves en los teatros, las peñas y los festivales, pero que tiene en su casa miles de cintas, discos y libros de flamenco, y que no sale de su cuarto ni a tiros. Suelen decorar las paredes con fotografías de sus cantaores favoritos y tener un barril de manzanilla encima de una mesa sevillana con sillas de lunares.
-Pero son una minoría, ¿no?
-Sí, claro. Puede haber unos cientos en toda España, porque la mayoría de los aficionados van a los teatros y a los festivales o los recitales de las peñas.
-Pues yo creo que esos aficionados caseros son felices, abuelo, en sus casas y con sus discos. Yo mismo lo soy. Mi casa es un gran archivo de flamenco y, aunque voy a los teatros porque me gusta y trabajo en esto, cuando puedo me pongo un disco de Tomás Pavón o de Manuel Vallejo, me sirvo una copita de fino y no miro el reloj. O sea, que no tengo nada en contra de los aficionados caseros.
-Yo tampoco. Es más, por mis años, que son ya demasiados, salgo poco y cada día disfruto del cante en casa. Ahora estoy estudiando a un cantaor muy olvidado, habiendo sido en su tiempo una figura interesante. Me refiero a Pepe Pinto, el cantaor macareno, o sea, del barrio sevillano de la Macarena. El Pinto, llamado así por su madre La Pinta, era un niño prodigio del cante, que cuando cantó de en El Novedades, en la segunda década del siglo pasado, lió un taco. Él, Marchena y El Carbonerillo, y a veces el Niño de la Huerta, cantaban por los pueblos y la gente no iba ni a trabajar.
-¿Y por qué está tan olvidado, abuelo? Bueno, eso es difícil, pero digamos que los flamencólogos no han prestado aún atención a su obra discográfica, que es una joya. ¿Ha influido algo el hecho de que fuera el marido de La Niña de los Peines?
-No del todo, aunque algo, sí. El Pinto tuvo varias etapas y muy diferentes. Fue niño prodigio, como ya he dicho. Siendo apenas un adolescente se apartó del cante para hacerse profesional del juego en los casinos, croupier. Cuando se prohibió el juego, regresó al cante y sus primeros discos de pizarra, con el Niño Ricardo, en los años veinte, se los rifaban los aficionados de toda España. Se hacía llamar entonces Pepito el Pinto. Siendo una primera figura y de los cantaores más taquilleros, se casó con La Niña en 1933, en la Macarena, y desde entonces, su obsesión era que ella triunfara siempre, porque la adoraba como mujer y como artista. Como adoró al hermano de ella, Tomás, su ídolo. Y es cierto que descuidó un poco su carrera. Cuando la quitó de los escenarios, tras el fracaso de España y su cantaora, en 1949, quiso reconducir su carrera, pero ya era más empresario que otra cosa. Y esta es la historia, a grandes rasgos, de un cantaor genial al que Sevilla no le ha agradecido nada, con todo lo que le dio el hijo de La Pinta.
-¿Y cómo era El Pinto como persona?
-Una maravilla. Un hombre bueno en el más amplio sentido de la palabra. Y tenía unas ocurrencias… Se hizo una casa en Chipiona y no se le ocurrió otra cosa que comprar el solar de lo que había sido un cementerio. Imagina la cara de Pastora cuando le dijo: “Pastora, acabo de comprar el cementerio de Chipiona”.
-Abuelo, esto de los aficionados caseros ha dado buen juego. ¿Qué tenemos hoy para almorzar?
-Arroz a la cubana, que es muy sano.
-¿Qué hay de mi lubina a la sal, tan deseada?
-Con la pensión que me ha quedado, comerás lubina si aportas más a la economía familiar. Que estás más tieso que un ajo porro.
-Miserable.