Honores al cajón flamenco
La anécdota del rey Felipe VI tocando el cajón en el Congreso de la Lengua de Cádiz es una buena excusa para reivindicar la grandeza de un instrumento de reciente incorporación en el arte jondo, pero que goza de enorme predicamento y que vive un desarrollo espectacular.
Ocurrió en Cádiz, el pasado lunes. A las puertas del Gran Teatro Falla, antes del concierto de inauguración del Congreso de la Lengua Española en el que iban a actuar Carmen Linares, Arcángel, Marina Heredia y Ana Morales, se celebraba una cajoneada: una reunión multitudinaria de cajones que simbolizaba la conexión entre España y Perú, país del que es originario el cajón.
Una buena excusa para reivindicar, más allá de si las manos que lo percutan son reales o plebeyas, la grandeza de un instrumento que fue incorporado al arte jondo en tiempos relativamente recientes –en 1977, es decir, cuarenta y pocos años–, pero que desde el primer día conectó a las mil maravillas con los sonidos tradicionales y sedujo a los percusionistas de todo el mundo.
Me comentaba el sabio Faustino Núñez que, estando de gira con Carlos Núñez por Nuevo México, un compañero peruano vio en un escaparate un anuncio de cajones flamencos y suspiró: “Nos habéis robado el cajón”. Él lo desmintió: la realidad es que, gracias al flamenco, un instrumento que hasta entonces había quedado reducido al folklore del país andino había alcanzado una dimensión universal.
«Nos habéis robado el cajón, dijo el peruano. Faustino Núñez lo desmintió. La realidad es que, gracias al flamenco, un instrumento que hasta entonces había quedado reducido al folklore del país andino había alcanzado una dimensión universal»
Mi intención en este artículo no es, sin embargo, marcar ningún territorio, ni siquiera musical, con ánimos apropiacionistas. La música viaja sin fronteras ni peajes, y también lo hacen los instrumentos en el tiempo (en las aduanas sí están gravados, qué se le va a hacer). El caso del cajón es un paradigma de instrumento viajero que podemos exaltar no porque sea más o menos nuestro, sino porque es bueno.
No es casualidad que, en una música como la flamenca, en la que muchísimos instrumentos aparte de la guitarra han tratado de afincarse durante los últimos 30 o 40 años (de los sitares a las darbukas, pasando por el violín y el celo, las tablas indias, las congas o el arpa), solo haya habido dos que hayan tenido éxito en la empresa: los vientos como el saxo o la flauta, que remedan la voz del cantaor, y el cajón, que se engarza a la perfección con la punta y el tacón del bailaor.
La historia es bien conocida por los aficionados: una noche limeña, una fiesta del Embajador español, Paco de Lucía y su grupo son invitados y disfrutan de un recital de la cantautora peruana Chabuca Granda. Paco repara en Caitro, su percusionista, que era un destacado cajonero. Le compra el instrumento por 12.000 pesetas y encomienda a Rubem Dantas probar con sus temas. El invento funciona desde el primer momento: un primer concierto en el Parque de Atracciones de Madrid, el estreno mundial del cajón flamenco, deja boquiabiertos a los aficionados, en especial a unos jóvenes seguidores como Antonio Carmona o Israel Suárez ‘Piraña’, que muy pronto serían avezados intérpretes del cajón.
Paco había apostado con Rubem que en seis meses todos los hogares flamencos tendrían un cajón. Y ganó la apuesta. Desde las zambombas de Jerez al Rocío, de las fiestas de barrio a los grandes conciertos, el cajón se convertiría en un elemento tan inevitable como confortante para el género. Esta omnipresencia ha permitido, además, que con notable celeridad el toque de cajón haya experimentado un desarrollo espectacular, incorporando técnicas de otros instrumentos de percusión como fuente de riqueza expresiva. Incluso el mismo objeto, gracias a las cabezas pensantes que se han puesto al servicio de su evolución, han logrado avances asombrosos para que cada vez estén los cajones mejor fabricados y más cargados de matices.
Hace unos años, en un prestigioso jurado flamenco al que –sin duda, por error– me invitaron a participar, tuve la insensata ocurrencia de sugerir que, entre la docena larga de premios que se otorgaban, se reservara uno para el mejor percusionista. Alguno de mis compañeros me miró raro, la mayoría hizo como si no me hubiera oído. Mi propuesta cayó en saco roto, pero me pareció un gran error, porque en aquella cita había podido ver y oír a gente tan sobresaliente como el citado Piraña, Antonio Moreno o Agustín Diassera, grandes músicos, innovadores, audaces, creativos, merecedores de cualquier galardón.
«Puede que después de ver a Felipe IV haciendo sus pinitos con el cajón flamenco en la gaditana plaza Fragela, el propio mundo flamenco preste un poco más de atención a este artefacto que es mucho más que un simple acompañamiento»
No menos llamativo es que no se le haya hecho aún el homenaje merecido a Rubem Dantas, que está vivo y percutiendo en Granada, en ninguno de los cientos de festivales que proliferan por toda España, ¡con lo que gusta un reconocimiento en el flamenco! A tiempo están de corregir esa injusticia. Al menos, el mes que viene vamos a tener la oportunidad de verlo en Palomares, en la primera edición de Guirijondo.
Puede que ahora, después de ver a Felipe VI haciendo sus pinitos en la gaditana plaza Fragela, el propio mundo flamenco preste un poco más de atención a este artefacto que es mucho más que un simple acompañamiento. De todos los memes y comentarios que se han hecho a raíz de la imagen, me quedo con la de mi compañera Isabel Morillo, gran periodista sevillana, que resume una pasión todavía por descubrir para muchos: “Yo me enamoré de mi marido tocando el cajón hace una pechá de años y aquí seguimos. Lo comprendo todo. Yo creo que hasta Letizia se ha enamorado de nuevo”.
Imagen superior: captura vídeo