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Adiós a Manolo Sanlúcar, el más grande de nuestros flamencos

El maestro Manolo Sanlúcar ha muerto este sábado 27 de agosto en el Hospital de Jerez a los 78 años de edad. Manuel Muñoz Alcón, de Sanlúcar de Barrameda: el niño que hizo realidad el sueño de convertir la música flamenca, andaluza, en un arte universal.


Ser andaluz es algo más que haber nacido de Despeñaperros para abajo, que son muchos los que han nacido y no hay tantos andaluces como registra el censo. Ser andaluz es sentirse dichoso de serlo y luchar por esta tierra y contra quienes solo la ven como la pandereta de España y el reino de la indolencia. Ser andaluz es conocer su historia y amarla, pero sin dorarle la píldora gratuitamente ni dejar de ser crítico con ella cuando haya que serlo. Para Manolo Sanlúcar, ser andaluz era fundamentalmente compromiso y muy pocos han estado tan comprometidos con nuestra castigada tierra como este sanluqueño barramedemer que durante años vivió en El Pedroso, la localidad sevillana, rodeado de encinas y zorzales, de cuadros de Baldomero Ressendi y recuerdos, unos más amargos que otros, pero todos vivos.

 

La Niña de los Peines, la Emperadora del Cante, le llamaba «mi gatito», porque con 15 años, cuando participó en los últimos discos de la artista, de los que nada se sabe, el guitarrista tenía el nacimiento del pelo a dos dedos de las cejas. A tan corta edad era ya un prodigioso guitarrista que mimaban no solo Pastora y el Pinto, sino Marchena, del que Manolo hablaba siempre con admiración. Le gustaba recordar la anécdota de las últimas palabras del Maestro de Maestros, cuando en plena agonía le pusieron la habitación del hospital a oscuras para que se fuera en la intimidad y le dijo a Isabelita Domínguez Cano, su esposa: «No apagarme la luz, que me queda mucha oscuridad que ver». ¿Es que se puede ver la oscuridad?, se ha preguntado siempre Manolo Sanlúcar, quien no entiende al andaluz sin profundidad.

 

Emigró muy pronto a la capital de España, como todos los artistas flamencos, para labrarse un futuro en sus tablaos. Fue Enrique Morente, el maestro de Granada, quien le dijo que regresara a Sanlúcar de Barrameda, que creara su música flamenca lejos del mundanal ruido y mirando todos los días el mar y los tupidos pinos de Doñana. Manolo le hizo caso, pero cuando llegó a Sanlúcar y vio que donde antes había una taberna de solera, de aquellas del mostrador de madera y los barriles de manzanilla en la puerta, se encontraba un Burger King, supo por qué le había dicho Morente que regresara a su tierra, antes de que fuera demasiado tarde.

 

 

«Es quizás el primer guitarrista flamenco que entendió que el arte de lo jondo solo podía renovarse a través de la guitarra, de la armonía. (…) Algunas de sus creaciones, como Medea, Trebujena o Tauromagia, son tan reconocidas como las mejores obras musicales de Falla o Turina»

 

 

Siempre supo que su música tenía que saber y hasta oler al paisaje, porque la pureza es eso, el sabor al paisaje y no tener la voz destrozada y una fotografía de Juan Talega en la mesita de noche, como aseguran los puristas. Pasó por todas las escuelas de acompañamiento, condujo con su guitarra a bailaoras y cantaores, pero no quiso quedarse solo en eso. Cuando su padre le puso por primera vez una sonanta en las manos y le miró fijo a los ojos, sin decirle nada, entendió claramente el mensaje. Lo había hecho no para que siguiera sus mismos pasos, sino para que eligiera otra senda, la que anduvieron antes los históricos Julián Arcas, Paco el Barbero, Ramón Montoya, Javier Molina o el Niño Ricardo.

 

Manolo no olvidó la imagen de su padre llegando a casa al amanecer, con el horno del pan a pleno rendimiento, el cuerpo cansado y la ropa oliéndole a puros caros de los señoritos y a perfume francés de sus señoras. Isidro fue un guitarrista de reuniones, aunque supo también lo que eran los escenarios. Por eso, por haberse criado al lado de un guitarrista de batalla, quiso desde muy joven dar su propia batalla, luchar por dignificar la guitarra flamenca y a sus intérpretes, conocer su mundo y sus formas, estudiar sus inmensas posibilidades, analizar la técnica, crear su propia música.

 

Es quizás el primer guitarrista flamenco que entendió que el arte de lo jondo solo podía renovarse a través de la guitarra, de la armonía. Por eso en su primera gran obra discográfica no buscó la comercialidad ni el lucimiento personal, sino la revisión de la tradición, la puesta al día de las formas clásicas, pero creando nuevas formas y abriendo caminos de expresión. Así nació Mundo y formas de la guitarra flamenca, en 1972, cuando primarios intelectuales y románticos mal informados metían micrófonos en las cavernas y cámaras de televisión en los corrales de vecinos queriendo encontrar los orígenes.

 

Manolo Sanlúcar ha creado una obra tan grande e importante que pudo dedicarse ya a cuidar gallinas en su finca y olvidarse de todo. Algunas de sus creaciones, como Medea, Trebujena o Tauromagia, son tan reconocidas como las mejores obras musicales de Falla o Turina. Pero no pudo parar de trabajar, de componer, de dar cursos, de enseñar. Mientras otros maestros de la guitarra se pasaban varias horas al día en los aeropuertos enseñando solo el pasaporte, este gaditano que nos ha dejado a los 78 años, con el pelo blanco y harto de muchas cosas, hasta hace bien poco aún se levantaba todas las mañanas con ganas de enseñarnos. Por eso era el más grande de nuestros flamencos.

 

 


Arahal, Sevilla, 1958. Crítico de flamenco, periodista y escritor. 40 años de investigación flamenca en El Correo de Andalucía. Autor de biografías de la Niña de los Peines, Carbonerillo, Manuel Escacena, Tomás Pavón, Fernando el de Triana, Manuel Gerena, Canario de Álora...

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