Recuerdos con el Ronco del Albaicín
Un escalofrío me recorre el cuerpo y aún hoy, después de treinta años, lo siento y lloro acordándome de él. De nuestro querido maestro. Del gran Enrique Morente Cotelo.
En los primeros años noventa tuve la dicha de convivir muy cerca del maestro Enrique Morente. Desde que lo conocí, en Viñapé, con el padre Riso, siempre me mostró cariño y aprecio. Era la época en la que estaba mal visto que te gustara Morente. Yo lo admiraba desde que años antes en Viena había escuchado su disco Cantes antiguos del flamenco con la guitarra de Niño Ricardo, ese que contiene la inconmensurable malagueña grande de Chacón, pero pronto descubrí como digo que en aquellos años era un cantaor maldito, y en determinados círculos no se podía ni nombrar. Solo unos pocos adorábamos al genio del Albaicín, al Ronco de Graná, al gigante del cante jondo, aquel coloso con cara de inglés, como él decía.
— Con esta cara de inglés que tengo, cómo quieres que me quieran.
Durante varios años visité a Enrique y su familia en una casita que tenían en el Camino del Monte, antes de comprar la de San Miguel. Allí Aurora me dejaba una habitación y me pasaba unos días. Coincidí varias veces también con Pepe Habichuela y su esposa Amparo. Una vez incluso llegue a quedarme casi dos semanas. Llegaba el día de irme y Enrique me decía:
— ¿Te vas a ir hoy? Vete mañana ya, Faustinico.
Y así todos los días, hasta que Aurora, sin decirme nada, me hizo entender que ya era suficiente. Fueron días inolvidables. Mejor dicho, noches. Salíamos a las ocho de la tarde y volvíamos a las dos del día siguiente. Nos la pasábamos en la Bulería, una taberna del Sacromonte. Por algo le decían a Enrique “El Sereno de Graná”. De siempre, cuando salía de noche con el maestro, metía las gafas de sol en el bolsillo de la chaqueta, sabiendo que al día siguiente saldríamos de algún garito con un sol de justicia abrasándote los ojos.
«Morente fue un trasgresor, un aventurero, le gustaba situarse al borde y, si podía, cruzaba con gusto las líneas rojas que la vida le iba marcando. Sus armas eran el conocimiento, la inteligencia, la bondad y el amor por los suyos»
Y el ajedrez. A Enrique le chiflaba jugar. Lo hacíamos con frecuencia en el Candela, con el añorado Miguel, otro gran aficionado al flamenco, y al ajedrez. No era el lugar ideal para mover las figuras en el tablero debido al considerable bullicio que solía reinar en el famoso local de la calle Olivar esquina con Olmo en el castizo barrio madrileño de Lavapiés. Era la casa de los flamencos. Allí se han vivido las fiestas más memorables de los últimos años en la corte. Todo aquello acabó poco a poco con el tristísimo fallecimiento de Miguel y también con el de Enrique. La llama vigorosa de la madrugada flamenca se fue apagando pesar de los considerables esfuerzos de Jose, el hermano de Miguel. Por lo visto se ha vendido el local con todo su contenido. El destino de los Gabrieles, Casa Patas y el mejor Madrid flamenco que se ha ido y, si alguien no lo remedia, ya no volverá.
Morente fue un trasgresor, un aventurero, le gustaba situarse al borde y, si podía, cruzaba con gusto las líneas rojas que la vida le iba marcando. Sus armas eran el conocimiento, la inteligencia, la bondad y el amor por los suyos, su familia y sus muchos amigos. ¿Que había que cantar en la fiesta del PCE? Pues cantaba las letras más religiosas que conocía, pero si tocaba hacerlo en terreno conservador invocaba a Miguel Hernández y los cantes referidos a la justicia social. Sabía tantos cantes que tenía de sobra dónde elegir.
Un día me dijo:
— Faustinico, si algún día me meto a flamencólogo os mando a todos a por tabaco.
— Y que lo digas, le contesté.
Era un sabio que no roneaba nunca, jamás le vi presumir de nada. Al contrario, le encantaba hacerse el tonto en una conversación, dando la impresión de que no se enteraba. Aunque en el filo de la cara se notaba que estaba pasado de todo, que cuando todos íbamos él venía hace rato de vuelta.
Me invitó varias veces a los toros. Eran los primeros noventa y no lo conocía tanta gente como después de Omega, cuando todo el mundo lo paraba por la calle. En Las Ventas, con un puraco habano en la mano, yo preguntaba más que un perdido, y él me explicaba los detalles de la tauromaquia, del arte de torear. Casi siempre íbamos con Nicolás Dueñas, otro gran amigo que ya no está con nosotros, otro genial compañero de aventuras flamencas, el miembro más notable de la Orquesta Nacional de Malasaña.
«Tuve la suerte de vivir incontables reuniones con Enrique Morente y Pepe Habichuela que, a horas intempestivas, nos regalaban su arte, desnudo, sin trampa ni cartón, la generosidad más sincera, un regalo del cielo. Viví momentos con ambos fenómenos de esos que quedan marcados para siempre»
Y Pepe. El gran Pepe Habichuela, la guitarra más flamenca que conozco, el admirador más sincero de Morente. Tuve la suerte, con todos mis amigos de El Mago, de vivir incontables reuniones con Enrique y Pepe que, a horas intempestivas, nos regalaban su arte, desnudo, sin trampa ni cartón, la generosidad más sincera, un regalo del cielo. Viví momentos con ambos fenómenos de esos que quedan marcados para siempre. Cómo aquella grabación de la canción de Georges Brassens que Enrique cantó en francés con la guitarra de Pepe y Yerbita en el Palacio de Carlos V. Estrella, Marina, Soleá y su Quiqui andaban por ahí revoloteando, las niñas cantiñeando.
Recuerdo también una Semana Santa que me fui a Granada a ver las procesiones. Morente me decía que no me podía perder cómo cargaban el Cristo corriendo al subir la Cuesta del Chapiz, redoblando el tiempo los tambores, las hogueras del Sacromonte marcando el recorrido del Cristo de los Gitanos el Miércoles Santo. El Silencio por el Paseo de los Tristes y, sobre todo, La Concha, la Virgen de la Concepción que sale el jueves Santo por el Albaicín y de la que Enrique era muy devoto. Yo no me separaba del maestro. Seguíamos a la Virgen en silencio y cada tres metros, la gente, al reconocer al maestro le decía:
— ¡Enrique, cántale a tu virgen, Enrique!
El maestro asentía pudoroso y esbozaba una sonrisa. Y en una de esas le pregunté:
— ¿No vas a cantar?
Se acercó y me susurró al oído:
— Cuando lleguemos a un sitio oscuro donde no se me vea, canto.
Yo estaba loco soñando que se rompiera el silencio y poder escuchar su ayeo con alguna letra llena de amargura, como aquella que registró para Riqueni de “todas las madres tienen pena y amargura pero la tuya es la mayor”. Un escalofrío me recorre el cuerpo y aún hoy, después de treinta años, lo siento y lloro acordándome de él. De nuestro querido maestro. Del gran Enrique Morente Cotelo.
Imagen superior: Marcus Weiss, Mauricio Sotelo, Enrique Morente y Faustino Núñez en Cuenca. Foto: archivo Faustino Núñez
→ Ver aquí las entregas anteriores de la sección A Cuerda Pelá de Faustino Núñez en Expoflamenco