Hablemos de flamencas por derecho
¿Por qué no investigas a los hombres?” -me preguntó mi padre, aficionado cabal, cuando supo de mi empeño por dar voz a las flamencas silenciadas por la historia.
“¿Por qué no investigas a los hombres?” -me preguntó mi padre, aficionado cabal, cuando supo de mi empeño por dar voz a las flamencas silenciadas por la historia. Su reacción no es extraña, pues todavía a muchas personas les cuesta entender que, bien entrado el siglo XXI, las mujeres tengamos que seguir reivindicándonos… y más aún en el mundo del flamenco, que cuenta con figuras femeninas tan prominentes como la inmensa Pastora Pavón. También hay quien reconoce que el machismo y la desigualdad están presentes en este arte, aunque no más que en la sociedad donde se desarrolla. Es decir, el flamenco es machista pero sólo “lo normal”.
No puedo afirmar que lo haya sufrido en mis carnes, porque, afortunadamente, desde que irrumpí en este mundo, como aficionada e investigadora jartible, siempre me han tratado de bien para arriba en los distintos ambientes flamencos que he frecuentado. No obstante, ello no me ha impedido ser testigo o confidente de algunas situaciones que me han resultado, cuando menos, chocantes e impropias de los tiempos que corren. Por ejemplo, una joven artista me contaba que en sus inicios como palmera tuvo que demostrar mucho más que sus compañeros por el mero hecho de ser mujer.
En la percusión, como en la guitarra flamenca, la presencia femenina sigue siendo hoy en día prácticamente testimonial, pues todavía hay quien piensa que el sentido del compás está estrechamente vinculado al cromosoma Y. Algo parecido sucede con determinados cantes, como la seguiriya, que Fernando el de Triana, en 1935, denominaba “machunos”. Mucho más cerca en el tiempo, allá por 2016, me quedé estupefacta al oír en un foro de estudiosos del flamenco que las féminas tienen mayor dificultad para interpretar ese palo.
Pero no termina aquí la cosa. En pleno siglo XXI, las mujeres siguen siendo valoradas por su atractivo físico… y si no, que se lo digan a cierta cantaora, joven y con éxito, que fue invitada a sentarse en el escenario de una Peña antes de comenzar su actuación, para decorar el espacio. En el extremo opuesto, me refería hace pocas semanas la madre de una artista preadolescente que, en una institución del mismo tipo, hicieron a su hija cambiarse de atuendo ya que, no sé por qué extraño motivo, parece ser que el cante no suena igual de bien cuando se dice con falda.
Para terminar con el anecdotario, pues tampoco es cuestión de aburrir, durante el pasado año académico asistí a un curso de flamenco en la Universidad de Sevilla, en el que se mencionó a grandes soleareras como La Andonda o Merced la Serneta. Mi regocijo inicial pronto se tornó en mosqueo, al constatar que los únicos datos que se ofrecieron sobre ellas hacían referencia a los hombres con los que supuestamente compartieron lecho. No es que ese detalle carezca de importancia, pues, evidentemente, la vida personal de un artista influye de manera notable en su creación. Sin embargo, parece ser que esta máxima sólo se aplica a las mujeres, ya que el profesor de turno no hizo ninguna alusión al estado civil de Silverio, Chacón o Mairena.
Situaciones como éstas ponen de manifiesto que, a pesar de todo lo que se ha avanzado en los últimos años, aún siguen vigentes numerosos prejuicios y estereotipos que nada tienen que ver con la realidad, y el único antídoto para destruirlos es el conocimiento.
Por eso es tan importante investigar, sacar a la luz las historias y los testimonios de tantas flamencas olvidadas, silenciadas, pero que aún tienen mucho que decir: mujeres como Adela Cubas, Matilde Cuervas o Victoria de Miguel, que triunfaron como guitarristas en las primeras décadas del siglo XX; grandes seguiriyeras como María la Serrana, Isabelita de Jerez, Luisa la Pompi o María Borrico, que además creó la seguiriya de cambio que lleva su nombre; e insignes estrellas de este arte como Trinidad Cuenca o Juana la Macarrona, que fueron admiradas y reconocidas en la escena internacional. Constituyen, todas ellas, el claro ejemplo de que en el flamenco, como en la vida, no hay meta, por elevada que sea, que una mujer no pueda alcanzar.
Ángeles Cruzado Rodríguez