El grito de Rosa Montoya
Cuando murió el genio, el 20 de julio de 2005, Rosa sintió que se iba con él. Enlutada, con velo negro, rota de dolor, se plantó en la puerta del cementerio y al ver llegar el coche fúnebre que traía los restos del compañero dio un grito que nos heló a todos el corazón. ¡¡¡Antonioooo!!!
Hay un libro que está aún por escribirse, el de las mujeres de los artistas flamencos. Es un proyecto guardado en un cajón de mi mesa del despacho desde hace años, que algún día habrá que recuperar. En mis cuarenta años de aficionado y crítico de flamenco he conocido a decenas y decenas de ellas, de esas mujeres que están siempre al lado de los cantaores, aguantando noches en vela a la espera de la llegada del marido, soportando miserias y necesidades, estando a la vera de ellos entre bastidores en los teatros o sentadas en una humilde silla de aneas de una peña flamenca. Luego no aparecen en los créditos de los discos y pocas veces ocupan líneas en sus biografías.
Estoy pensando en la mujer de Juan el Pelao, Clara, sobrina de La Andonda, cuando el martinetero de Triana despreció unas monedas del general Sánchez Mira, al término de una fiesta, y la gitana rondeña le decía: “¡Agárralas, Juan Pelao, que no tengo para poner mañana el puchero”. O en Reyes Bermúdez, la mujer de Tomás Pavón, planchándole su mejor camisa para que fuera a La Europa a cantarle a Juan el de la Loza, para poder comer al día siguiente. O en Rosa Montoya, la mujer de Antonio el Chocolate y hermana del gran Farruco, embobada mirándolo cuando contaba que de niño iba a cantar fandangos a la tapia del Cementerio de San Fernando de Sevilla contratado por un señorito de la Macarena que no podía vivir sin su madre.
Rosa Montoya Flores, la esposa de Chocolate, gitana sacada de un grabado de Gustavo Doré, era el mejor apoyo de Antonio, esposa y amiga, consejera y, a veces, más madre que amante. Chocolate era un gitano muy calé, guapo y muy dado a las juergas, aficionado al buen vino y poco hábil para ganar dinero. En los comienzos de su carrera iba a veces a los festivales de los pueblos en una moto y Rosa le amarraba en el trasportín una pequeña maleta de cuadros en la que le metía el traje y los zapatos, y a veces un trozo de bacalao para que aclarara la voz y una petaca con wiski escocés con el que pudiera calentar su negra garganta seguiriyera en las frías madrugadas de los pueblos de la sierra. Como no tuvieron hijos, se tenían el uno al otro y se querían con locura, aunque también discutían lo suyo. Cuando un día antes de la muerte del cantaor estuve en su casa y tuve que despedirme de él de rodillas, porque no tenía ya fuerzas para levantarse del sofá, me fijé en los ojos de Rosa Montoya y eran dos mirlos asustados. Veía que se estaba yendo el hombre y el cantaor de su vida y que no podía hacer nada por evitarlo, que la iba a dejar sola en aquel pequeño piso de Sevilla, cercano a la Macarena, lleno de recuerdos, de placas y fotografías en las paredes. Cuando murió el genio, el 20 de julio de 2005, Rosa sintió que se iba con él. Enlutada, con velo negro, rota de dolor, se plantó en la puerta del cementerio y al ver llegar el coche fúnebre que traía los restos del compañero dio un grito que nos heló a todos el corazón. ¡¡¡Antonioooo!!!
Los flamencólogos llevamos siglos intentando averiguar el origen de las seguiriyas gitanas, con su ritmo sin cabeza, según Lorca, y Rosa lo explicó en seis segundos, los que duró aquel chillido que seguramente removió los huesos de todos los gitanos seguiriyeros que habían sido enterrados en el camposanto sevillano, desde Paco la Luz y Manuel Cagancho hasta Manuel Torres y Tomás Pavón. Rosa no podía más y reventó. Echó fuera todo el dolor y lo hizo no solo con un grito aterrador, sino, como diría el poeta almeriense Rafael Sánchez Segura, con lo que le duele al grito.
¡Ay, te traga la tierra,
me dejas aquí!
Sin el consuelo,
de tus ojitos negros,
¿qué será de mí?
* Artículo publicado originalmente en ExpoFlamenco el 3 de febrero de 2016
Paco Benitez 18 junio, 2019
Me encantan estos retazos del arte flamenco. He tenido la gran suerte que desde mi niñez conocí ciertas penas y amarguras con relación a mujeres que lo dieron todo por sus maridos unos, guitarristas otros bailaores y algunos cantaores del arte flamenco. Conocí a un gran hombre que se buscaba el sustento con su sonanta y que por cierto sus bordones lo afinaba bien y era un ser maravilloso y de mucho ange!! El pobre mio siempre estaba mirando para el norte y mangaba a los señoritos el parné que con gracia y sabiduría lo sabía trincar en su funda de la guitarra, ahí metía de todo, alubias, garbanzos, arroz… Un dia metió un trozo de bacalao y qué peste, señores. Un dia le dijo a un señorito que le tocara por fandango, en ese momento llegó Luisa la Frasca, una gitana que te hacía un puchero que olía a gloria bendita. Casualidad que ese dia le traía un poco de menudo con garbanzos y el señorito en vez de cantar le dijo a Luisa: ¿te compro esa ollita porque tiene una pinta que ya tengo mas hambre que cantar? Le dio 50 pesetas de las de entonces. Y Miguel, que así se llamaba, las cogió y se fue con su parienta Luisa para su casa y algo comieron de aquel menudo, creo yo en su casa. El caso es que esa misma noche Miguel tuvo un cólico nefrítico y lo tuvieron que ingresar, estuvo muy mal, pero esta mujer desvivía los vientos por su guitarrista y lloraba como una Magdalena, así durante 6 días que duró el ingreso en el hospital. Narro esto porque las mujeres de los artistas han sido el sol y la sombra de sus maridos e incluso lloraban y sufrían mucho mas que ellos. Estos relatos son de mi vivencia y quizá algún día también me incline a escribir ese libro que tanta anhelo y deseo. La mujer del artista «sufrida y penosa».