Mairena y Morente en mi formación
Cada uno por cosas distintas, Antonio Mairena y Enrique Morente contribuyeron a formar mi personalidad como crítico y, por qué no, también como aficionado al cante jondo.
Ahora que tanto se habla del papel de la crítica flamenca, de si los críticos sabemos o no sabemos, de si el colectivo está más o menos profesionalizado, me apetece introducir otro elemento más en el debate: cómo nos influyen los grandes artistas a la hora de formarnos como críticos y de dar nuestras opiniones. En los cuarenta y cuatro años que llevo metido en el mundo del flamenco –treinta y nueve ya como crítico–, los he tratado a todos, quiero decir a los más grandes de estas cuatro últimas décadas. Y me han marcaron especialmente dos: Antonio Mairena y Enrique Morente.
Conocí antes a Mairena, cuando tenía solo 20 años, una noche que el maestro daba una conferencia en la ya extinta Peña Flamenca Niño Ricardo, de Sevilla. Aquella noche me acerqué a él y le hice saber que me gustaba su cante y que me interesaban todas sus cosas. Me dio una tarjeta para que lo llamara un día y me pasara por su casa, lo que hice semanas después. Para mí fue algo grandioso poder estar hablando de cante con el maestro gitano en su propia casa, tomando café y debatiendo sobre cuestiones importantes. Llevaba en una bolsa la colección discográfica Grandes clásicos del cante flamenco, de EMI, que había hecho el letrista Pepe Carrasco. Mairena se interesó por esos discos y se los enseñé. De los diez, solo le interesaron dos: los de Manuel Torres y el Niño Gloria, gitanos los dos. A los demás no solo no les echó cuenta, sino que los fue apartando con cierto desinterés. Entre ellos estaban los de Chacón, Vallejo, El Carbonerillo y Cepero, entre otros. Aquello me dolió, porque yo lloraba escuchando al Carbonerillo y a Cepero, pero el genio gitano me dio a entender que eso era un flamenco menor, otra cosa. Mairena me manipuló y desde ese mismo día me convertí en disidente del mairenismo, aunque nunca he dejado de amar a un cantaor que para mí fue y es aún fundamental.
Años más tarde conocí personalmente a otro gran maestro, Enrique Morente, en Madrid, cantaor al que adoraba también. Nos fuimos de copas por la capital de España, me presentó a grandes artistas y estuvimos toda la noche hablando de Chacón, de Mairena, de Juan Talega, de Marchena, de Pastora, de Matrona, de Caracol y de Tomás. Menos de él, hablamos de todos los grandes. Y en ningún momento intentó manipularme, sino al contrario: respetó siempre mis opiniones y me hizo saber lo importante que era, si me dedicaba a la crítica, que tuviera mi propio criterio y que lo defendiera siempre a capa y espada. Si ya era morentista antes de tratarlo personalmente, a partir de esa noche lo fui mucho más, porque don Enrique me abrió los ojos y muchas ventanas por las que mirar el cante, el flamenco en general.
Cuento todo esto porque creo que es determinante la relación que hayamos tenido con los artistas, con determinados maestros que elegimos como referencias. Siempre, claro está, que esa relación no te convierta en un fan del artista y condicione tu objetividad a la hora de analizar a ese o a otros maestros. En mi caso, confieso que llegué a perder la independencia, primero con Mairena, con cuyos postulados acabé en total desacuerdo, y luego con Morente, al que sigo admirando como el gran artista que fue, para mí uno de los genios del cante flamenco. Él fue, por ejemplo, quien me hizo entender lo grande que era Camarón, su primer rival en los escenarios, aunque era también su primer admirador. Mairena y Morente, cada uno por cosas distintas, contribuyeron a formar mi personalidad como crítico y, por qué no, también como aficionado al cante jondo.