La asociación El compás que nos une, organizadora del festival, ha dedicado la jornada del 24 de febrero para conversar con la bailaora homenajeada Manuela Carrasco, su hija Manuela Amador y el cantaor Enrique El Extremeño, con un público reducido en la intimidad del escenario. El periodista Antonio Ortega fue el encargado de entrevistar y conducir este emotivo acto que encaja con tino en la celebración de los 600 años de la llegada de los gitanos a España. Los cuatro lo son y ofrecieron una velada entrañable en la que la humildad y los valores humanos y artísticos de La Diosa del baile quedaron retratados por las respuestas apropiadas a las preguntas oportunas de Antonio, que lo hizo con la naturalidad que le caracteriza generando el marco de confianza y calor que requieren estos encuentros.
Habló de la persecución y las leyes antigitanas y de la perseverancia en la lucha de su pueblo, sin cuya permanencia «no conoceríamos a Manuela, Fernanda y Bernarda de Utrera, Manolo Caracol, Mairena o La Perrata», entre cientos y muchos. Y que además han sido parte fundamental e indispensable del flamenco. Presentó brevemente a la agasajada, citó algunos de los premios recibidos –« el que más ilusión me hizo fue la Medalla de Andalucía, aunque también me entusiasmó el de las Bellas Artes»–. Y destacó su gran virtud: «Ser la original y no la copia».
Manuela habló en titulares, sentenciando con emoción. Cada vez que abrió la boca clavó sus imponentes ojos en la respuesta. Os haré el primer spóiler:
«Vengo de una familia humilde. Yo bailé por necesidad. He llegado a pasar hambre. Y me dije, en mi casa ya no se pasan más fatigas ni más hambre. Y por eso me dejaba la piel en los escenarios. Y hoy no es que sea rica, pero bailo porque vivo para el arte. Murió mi marido, Joaquín Amador, mi compañero, mi guitarrista… Sin él no podía ya bailar. Pero mi madre me pidió llorando que no lo dejara y le hice caso. No me retiro, seguiré bailando porque ahora tengo la necesidad de bailar».
«Murió mi marido Joaquín Amador, mi compañero, mi guitarrista… Sin él no podía ya bailar. Pero mi madre me pidió llorando que no lo dejara y le hice caso. No me retiro, seguiré bailando porque ahora tengo la necesidad de bailar»
José El Sordo
«Mi padre, José El Sordo, que era un bailaor de mucho arte, me dijo que si quería bailar por seguiriya tenía que escuchar a Chocolate. Yo me parezco a él. No he visto a nadie cogerse la chaqueta como lo hacía mi padre. Mi forma de recogerme es de mi padre. Y los remates. Nunca me puso un paso, pero yo tengo los genes de mi padre, están ahí y eso sale. ¡Y cómo remataba! Yo lo he visto con Paco Valdepeñas, El Niño de La Calzá… No quería que bailara, decía que era un mundo muy difícil y había que ser muy completa. Él no me veía cualidades. Me tiraba los zapatos cada dos por tres y yo los recogía otra vez para arriba. Dormía con ellos debajo de la almohada. Pero le eché valor y me dije que tenía que bailar y ser muy buena».
«Mi padre no quería verme en los tablaos cuando tenía 12 años, lo pasaba mal porque pensaba que no lo hacía bien. Se quedaba con los porteros o los amigos. Y cuando ya tenía yo 15 años Farruco le pidió que entrara. Me vio bailar por soleá y se hartó de llorar. No se podía levantar de la silla».
Rafael El Negro
«He aprendío de los más grandes, pero siempre lo he adaptao todo a mí. Rafael El Negro era mi ídolo. Puro, bello como él solo. ¡Cómo bailaba ese gitano! Farruco siempre me ha gustao porque era un bailaor puro, pero me llegaba más Rafael. Trini España era una gran bailaora y muy completa. Angelita Vargas era también muy buena bailaora, gitana, pura, humilde… Lo tengo claro. Las más grandes suelen ser humildes».
Joaquín Amador, el amor de su vida
«Conocí a mi marido Joaquín y a su hermana La Susi. Necesitaba un buen guitarrista para una televisión importante y se cruzó en mi vida. Estuvimos dos años de roneo. Nos hicimos novios en el Tablao El Cordobés de Barcelona. Y llegamos a los 45 años de casaos. Fue el amor de mi vida. Es fuerte vivir sin él porque lo era todo para mí. Componía y tocaba en mi cuarto de baño, que es muy grande y con buena acústica. Me sacaba las músicas para mí. Allí echaba horas y horas. Solo discutíamos a la hora de ensayar».
«Joaquín ha sido reconocido por todos los artistas. Cuando llegó a Sevilla se tocaba a porrazos. Él enseñó a mucha gente. Tenía una armonía… Lo mismo tocaba para cantar que para bailar. Lo llamaba la gente y decía que no. Yo le preguntaba por qué no hacía solos de guitarra. Y él me decía: yo no hago solos de guitarra, yo solo te toco a ti. Siempre quiso estar a la sombra».
«Era el mejor crítico que he tenido. Cuando bailaba bien me abrazaba y me besaba. Otras veces se metía con su guitarra para dentro y yo decía: ¡qué malamente he bailao!».
El Extremeño recordó que «Paco de Lucía dijo que Joaquín hacía alzapúas en una jaula» e insistió en que «a Manuela le habrán tocao muchos guitarristas, pero como le tocaba y la entendía Joaquín, ninguno. Eran una pareja perfecta».
«Como me canta El Extremeño por taranto no me canta nadie y cuando me canta por soleá ya hay que morí. Él es mi cantaor. Hay momentos en los que lo miro y él se querría partir la camisa y yo el vestío. Eso es embrujo. No lo consigue nadie na ma que él»
Enrique El Extremeño, Manuela y el baile
Manuela desempolvó de su memoria cosas de antaño: «de chiquititos, cuando éramos niños, nos hemos acostao juntos en el suelo». Y elogió a Enrique: «Como me canta El Extremeño por taranto no me canta nadie y cuando me canta por soleá ya hay que morí. Él es mi cantaor. Hay momentos en los que lo miro y él se querría partir la camisa y yo el vestío. Eso es embrujo. No lo consigue nadie na ma que él».
Enrique apostilló que «la diferencia es que esta es Manuela y las demás son las demás. No hay dos. Manuela es la que más. Desde que empezó se quería comer el baile. Bailaba con una rabia… En todos los conceptos del baile, Manuela ha sido una reformista. Todas las bailaoras querían ser gitanas y vestirse como ella. Eva La Yerbabuena es una gran admiradora suya. Y un día le dije a su marido, el guitarrista Paco Jarana, que iba a subir a su mujer adonde vivía Manuela sin que lo supiera. Que me acompañara al dentista. Cuando abrió la puerta esta mujer y la vio, si no cogemos a Eva casi se desmaya».
«Ahora están todas idas con los esquemas de baile y las letras. No les cambies de letras que se vuelven locas. Y Manuela jamás me ha dicho cántame esta u otra letra. Ni yo sé lo que le canto. Ella hace así con los ojos y a mí me pone malo. Nosotros somos artistas de inspiración. Sale lo que sale del corazón, que es lo mejor. Hay que soltar el corazón por la boca. Ahora está todo muy mecanizao, muy ensayao. A veces hay que aprenderse hasta los palmetazos».
A lo que Manuela añadió: «hay quien se mira al espejo y piensa esta mano va aquí, la sonrisa allí… ¡No! ¡Eso es puro hielo! Te tienes que preparar. Mirar los cortes dónde quieres que te los hagan y ya está. Lo demás resulta frío, sin alma. No voy a ver a nadie. Solo los que me gustan. Porque si no me pongo mala».
«Una bailaora tiene que tener personalidad. El tronco del cuerpo en su sitio, los hombros cuadraos, el estómago pa dentro y los brazos por encima de la cabeza. Saber pasearse y guardar los silencios, que son lo más importante del baile. Hay que saber escuchá el cante, la guitarra y quedarse pará. El público tiene que vibrar a los pocos minutos de salir a bailar al escenario».
«Una bailaora tiene que tener personalidad. El tronco del cuerpo en su sitio, los hombros cuadraos, el estómago pa dentro y los brazos por encima de la cabeza. Saber pasearse y guardar los silencios, que son lo más importante del baile. Hay que saber escuchá el cante, la guitarra y quedarse pará»
Manuela Amador Carrasco
Ortega señaló su condición tardía en cuanto a la presencia en los escenarios y Manuela Amador contó cositas de su madre y de ella misma.
«Mi madre en la casa está todo el día limpiando. Y como maestra es complicá, muy exigente, muy dura. La Susi me decía «tu madre habla a compás». Yo con la inconsciencia de la juventud pensaba que sería muy atrevida al querer yo bailar. Con la madurez me di cuenta de que es una responsabilidad. Tiene sus convenientes e inconvenientes. Las comparaciones y el apellido pesan. No lo quiero ni pensar, si no me embajono y me echo atrás».
Y así estuvieron departiendo, contando anécdotas –que no voy a reproducir aquí–, hablando de baile, bailaoras y otras épocas, desnudándose el alma entre amigos, contando lo bueno y lo no tan bueno porque «también he llorao, no todo ha sido color de rosa, se pasan muchas fatigas», dijo La Diosa, que no se contuvo después para acompañar de palmera junto a su hija el cante de El Extremeño y levantarse enardecida de la silla a pegarse una patá antológica para la voz de Enrique y el regocijo de los presentes.
El Extremeño –«como solo había que hacer un cantecito»– engarzó un surtido de delicias con empaque de su garganta. Cosió la sal por alegrías con la soleá por bulería rotunda de campanas gordas que dibuja como nadie para acabar por bulerías en un todo que echó el cerrojo a la noche con la categoría que mereció el acto. Lo acompañó a la guitarra con enjundia Antonio Moya, centrado y servil, preciso y jondo. Y a las palmas las dos Manuelas y dos gitanos franceses que harían de las suyas al siguiente día. No hubo mejor manera de asegurar el pestillo que con el eco atronador de Enrique y la pincelaíta de La Diosa llenando de arañones al respetable.
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