En los años veinte y treinta aparece en Sevilla la nunca bien reconocida ni ponderada Generación Mediodía –algunos quieren tildarla de menor, en oposición a la del 27, que se creó en Sevilla junto a todos estos poetas resignados al exilio interior de la ciudad–. A ella pertenecen escritores que cantaron a la Semana Santa de Sevilla y, por supuesto, a la saeta, cante protagonista de nuestra semana grande. Así, a este cante del pueblo dedicaron su atención Antonio Núñez de Herrera, Joaquín Romero Murube, Rafael Laffón o Juan Sierra, por poner solo unos ejemplos.
De estos poetas de la ciudad más bella del universo nos iremos ocupando a lo largo de este escrito. Ahora, nos queda hacer referencia a Rafael Porlán (1899-1945), que con su novela corta La Primera de San Julián deja muy claro el gusto de las cofradías de barrio en aquellos tiempos de vanguardias y revistas ultraístas. Y la saeta está en ese mundo del corral de vecinos y del lebrillo, de la taberna y del nazareno de la hermandad de barrio.
Y es que nada está claro en el mundo de la saeta, como nada queda definido en la vida cuando la duda es fiel compañera. Nada, y el origen y la historia de este canto litúrgico quedan en una neblina que no nos deja discernir la verdad de la mentira, lo cierto de lo falso. Por eso hoy nos vamos a dedicar a buscar el significado de este cante que es rezo –de este rezo que es cante– en el alma de los poetas sevillanos, donde todo queda en una nebulosa que sólo nos permite adivinar, si es que nuestro corazón está predispuesto a ello.
Nada nos parece cierto y por todo nos preguntamos para dar con la luz que nos alumbre en entender a la saeta, llega a esta reunión la voz de uno de los poetas, religiosidad y fiesta, que mejor entendieron el alma de la Semana Santa, bajo su antifaz de ruan negro tras la cruz del Señor del Calvario: Juan Sierra (1901-1989) –exquisito, punzante…– y sus versos en los que desgrana el cante de “Manuel Torre en una saeta que le cantó a la Esperanza Macarena en calle Feria”:
Es un abril deshecho con surcos amarillos, / tu voz, Manuel, recuerdo por mi Sevilla clara / de losas de Tarifa y algún clavel nublado: / hay cristal de limpieza en ajuares sencillos; una Flor Macarena lleva el cante en su cara / y una lágrima antigua se aprieta en mi costado.
Los poetas de la Generación Mediodía se explican la saeta desde el sentimiento, desde la emoción. Así, Joaquín Romero Murube (1904-1969) –aquel seise de las letras que cuidaba los jardines del Alcázar y salía de nazareno junto a su Virgen de la Soledad, plaza de San Lorenzo– nos dibuja al Niño Gloria en la Cuesta del Bacalao con su saeta sideral: “Había tal entrega y sollozo, que se advertía claro cómo cada copla le rompía las cuerdas del grito. Lograba ese tono de cristales arañados, que es el duende supremo de los auténticos cantadores. La multitud se hacía mar de silencio”.
Y a Rafael Laffón (1895-1978), el poeta de la Hermandad de Pasión que fundió en plata, para el paso del Señor que tallara Cayetano González, las letras de su “discurso de las cofradías de Sevilla”. Desde un mostrador de los soportales de la Plaza del Salvador le preguntamos y nos contesta:
“Te canto… porque te canto, / como hay noche y como hay día [1]”, que la saeta es “voz apasionada del hombre anónimo que se encara con Dios en plena calle, frente a las imágenes procesionales”.
Y entre la de San Gil y “el que en San Lorenzo está de moraíto vestío”, que escribió Antonio Murciano, “entre rezos y suspiros” la saeta es sombrero de ala ancha y taleguilla torera que Antonio Núñez de Herrera (1900-1935) –sevillano del Mediodía, pero nacido en Campanario y enterrado en tierras portuguesas– disecciona y abre en canal la esencia misma de la ciudad, la fiesta y el cante que se reza y la plegaria que se canta, con el bocadillo del nazareno envuelto en las hojas de Mundo Obrero. Núñez de Herrera, vanguardista, hiperbólico y provocativo, que no provocador, se refiere a la saeta de esta manera, con su sello heterodoxo, vanguardista y surrealista, en la Parábola del guardia y la saeta, incluida en Semana Santa: teoría y realidad:
«Sobre la frente del guardia una corona de clarinazos. Y sobre el pecho los siete dolores, siete: el de sentirse guardia, el de vestir uniforme, el de ser la noche del Parasceve, el de haber nacido en Triana, el de tener autoridad y el de saber cante jondo… El guardia se quitó los guantes, se afirmó el casco, apuró de un golpe media caña. Luego fue cuando apoyó la mano sobre el mostrador y comenzó a cantar su saeta».
La Generación Mediodía bebió, además de otras fuentes, de la elegancia de José María Izquierdo (1886-1922). En él colocaría yo el punto de partida sobre la teoría y la plática sobre Sevilla que, posteriormente, los poetas jóvenes del Mediodía llevarían a cotas inimaginables. Así, rescatamos un breve texto de Izquierdo:
«Recordaba que otro amigo me decía cierta vez: cualquiera que venga del Norte a estas tierras oleadas, de silencios sonoros, se maravillará de que en un pueblo donde todo el mundo canta y todo el mundo gusta de la música no se hayan formado grandes masas corales ni haya producido un músico genial.
Y hallé la respuesta viendo: que la guitarra es el instrumento musical con que este pueblo canta sus penas y acompaña sus melancólicas y nostálgicas alegrías; que el canto y el cantar del pueblo andaluz es lo que se ha llamado cante jondo en una frase gráfica e inimitable. Es la guitarra algo muy personal, muy íntimo y muy plástico; más para un grupo de amigos que para el público de un teatro. El cante jondo es eso precisamente; un canto que sale de adentro, de lo más profundo de las entrañas, del hondón del alma. Se toca y se canta, como se baila, con todo el cuerpo, mejor con toda el alma.
Saetas, soleraes y seguidillas…»