Cuando llegué a Madrid con mi familia en 1972, cumplidos los once años, mi padre encontró un pisito en la calle Palencia, metro Alvarado, cerca de Cuatro Caminos. Cambiar el paraíso vigués por el Foro fue muy duro para los cuatro hermanos. Acostumbrados como estábamos a irnos a Panxón y sus esplendorosas playas, a donde he vuelto medio siglo después, todos los viernes al salir del colegio hasta el lunes, se había convertido en una deliciosa rutina. Fútbol en la playa y aventuras por Monteferro, hoy asaltado por decenas de chaletes que conquistaron las calas de ese monte de hierro que fue nuestro parque temático particular. Nos matriculó en el liceo Sorolla, un colegio de Tetuán que en nada se parecía al Apóstol Santiago de Vigo, con su bosque donde aprendí a fumar con nueve añitos. En Madrid de casa al colegio eran quince minutos caminando por Dulcinea e Infanta Mercedes, con parada en la fábrica de patatas que vendía los recortes a peseta.
Allí fue donde un profesor me dijo que la guitarra no se tocaba al revés (yo soy zurdo) y yo, que ya hacía mis pinitos tocando mis canciones, tuve que aprender de nuevo tocando al derecho que para mí es al contrario, así toco de malamente. Pero bueno, lo mejor era que en los primeros setenta Madrid hervía con el incipiente rock&roll que se masticaba desde los sesenta. De mi barrio y mi colegio era Teixi, líder de Mermelada de lentejas, un grupo que pegó pronto con su Coge el tren de las tres y diez. Y allí conocí a los miembros del que sería mi primer grupo, Taintra. Años después descubrimos que en realidad se escribía “Tantra”, pero esa es otra historia.
Cerca del colegio estaba la Parroquia de San Germán, en la calle General Yagüe (hoy San Germán), y allí había un sótano donde ensayaba un grupo al que me apunté enseguida que tocaba canciones modernas en las misas de los domingos. En aquel grupo llegamos a montar una versión juvenil del musical Hair, que no nos salía nada mal. Y allí un amigo, Juan José, de quien no he vuelto a saber nada, me enseñó a tocar rumbas. Que yo recuerde es mi primer contacto con un estilo cercano al flamenco.
«Aún no había muerto mi paisano Franco o estaba muy reciente su muerte cuando empecé a asomarme a la que para mí, desde hace ya décadas, es la mejor música de las Españas, el flamenco, al que me acerqué a través del rock andaluz y la canción aflamencada»
Yo estaba totalmente volcado en el rock, cada vez más inclinado a la rama del sinfónico por influencia de Génesis, Jethro Tull y Yes, que era lo que más se escuchaba en casa gracias al gusto exquisito de mi queridísimo hermano José, fallecido hace dos años, un auténtico fenómeno de la naturaleza del que nos privó Dios demasiado pronto. En mi casa se escuchaba todo aquello, y las obras de Beethoven y Mozart de quienes mi difunto padre era devoto admirador.
Aquel toque rumboso me acercó a un mundo totalmente nuevo para mí, el de Peret, Las Grecas, Bambino, y enseguida me enganché a Triana y Lole y Manuel. Esa fue mi escuela de flamenco. Y todo se lo debo a aquel amigo de la parroquia de mi barrio que tuvo la paciencia de explicarme el rasgueo propio de mano derecha (mi mano zurda) en la guitarra española. Poco a poco fui valorando el nylon frente al acero sueco, lo español frente a lo anglosajón. Mi cerebrito, colonizado totalmente por los Beatles y los citados grupos ingleses, comenzó a considerar la riqueza de una cultura, la andaluza, que, aunque en mi Vigo natal era negada, en Madrid era tan apreciada como en la mismísima Sevilla. Aún no había muerto mi paisano Franco o estaba muy reciente su muerte cuando empecé a asomarme a la que para mí, desde hace ya décadas, es la mejor música de las Españas, el flamenco, al que me acerqué como digo a través del rock andaluz y la canción aflamencada.
Mi bendita madre un buen día accedió por fin a llevarme al Corte Inglés de Generalísimo, que así se llamaba, debía ser 1974, tras mi insistencia por tener unos vaqueros. Y después de mucho rogar fuimos por fin a comprar los dichosos pantaloncitos. Y mire usted por dónde que con la compra de los jeans me regalaron dos entradas para ver a un tal Paco de Lucía en el palacio de los deportes de Felipe II. Aquel concierto fue una revelación absoluta. Escuché absorto el recital del gigante de Algeciras quien, desde la fila más alejada del escenario, era un puntito minúsculo, y aún resuenan en mis oídos los velocísimos picados de aquella improvisación registrada un año antes en Fuente y Caudal con el título Entre dos aguas. Quién me iba a decir entonces que la familia de aquel genio me iba a encargar cincuenta años después el informe pericial para un pleito en el que se embarcó la familia de José Torregrosa al haberse apuntado, sin querer, el cincuenta por ciento de los derechos de esa y otras decenas de obras de Paco por el hecho de haber escrito la partitura para el registro en la Sociedad de Autores. Hoy, que se ha ganado el pleito, me vienen a la cabeza aquellos recuerdos de San Germán, el incipiente toque de rumba y aquel concierto al que pude asistir por gentileza del “Tajo Británico”, que así llamábamos en el barrio a los dichos grandes almacenes.
Aquella experiencia me llevó a que un domingo, sin decir nada a mi hermano mayor, me llevé el Aqualung y un par de discos más que no recuerdo, me eché encima el poncho rojo que había conseguido para disfrazarme de hyppie en aquellos años, y listo, a intentar venderlos en el Rastro. Una señora que los revendía me los compró por tres mil pesetas, que era el dinero que yo necesitaba para comprar El Patio de Triana. Poco después me metí bajo el abrigo Nuevo día de Lole y Manuel, elepés que pronto gasté de tanto escucharlos. Me aficioné a aquella música aunque en mi casa no era ni muchos menos apreciada, con lo cual me tocaba esperar mi turno ante el tocata de mi padre para poder escucharlos. En mi familia nadie entendía por qué me había dado tan fuerte por aquella música gitanesca. Yo no podía entonces imaginar lo que vino a ocurrir después. El contacto diario con los gitanitos del calabozo en mis años de servicio militar y la necesidad de ganarme la vida con el “flamenkito apaleao” en Viena hicieron el resto. El flamenco formaría parte para siempre de mi vida y ahora, cumplidos los sesenta y cuatro, todo aquello parece que fue ayer. Las cozas.