Hay cantaores o cantaoras de artistas, o sea, que, con independencia de que gusten más o menos al público en general, son admirados por los propios artistas del cante. Tomás Pavón y Juan Mojama pueden ser dos ejemplos válidos, aunque hubo y hay muchos más. Hoy se les llama cantaores de referencia. Traemos hoy a El Bordonazo a Antonio Tovar Ríos, conocido por el sobrenombre artístico de El Niño de la Calzá o Antonio el de la Calzá, un sevillano criado en el barrio hispalense con este nombre, que llegó a ser el niño mimado de Pastora Pavón y su hermano Tomás, entre otros genios de la época.
Nacido en 1913, Antonio fue un niño prodigio del cante, un cantaor precoz que tenía el don de la comunicación y el sabor. Cuando lo conocí era ya un artista de setenta años. Fue en la extinta Peña Flamenca El Manantial, del Barrio de los Carteros, en Sevilla, donde me fue presentado por el cantaor aficionado Antonio el Pichichi. Fui a darle la mano y el maestro me dijo que no, que la mano no, que le diera mejor un abrazo. Había escuchado tanto hablar de él, de su grandeza y, a la vez, de su sencillez, que aquel abrazo fue de las cosas más grandes que me habían ocurrido como aficionado hasta entonces.
Aquella misma noche Antonio me habló de su admiración por Tomás, Pastora, El Carbonerillo y Manuel Torres, pero también de la que le tenía a cantaores vivos como Valderrama y Camarón. El genio de la Isla fue siempre seguidor de su estilo y recreó de manera magistral sus fandangos, sobre todo el estilo que creó después de la Guerra Civil española de 1936, cuando, mermado de facultades, le dio otra vuelta al fandango con la inestimable colaboración del guitarrista sevillano Niño Ricardo, creador de unos mecanismos que revolucionaron el toque de acompañamiento.
Entre los últimos que grabó con Sabicas (Gramófono, 1936), y los que registró con Ricardo (Columbia, 1943), se percibe ese cambio tan espectacular, sentando las bases de una nueva manera de interpretar los fandangos naturales, sin tanto brillo como los de antes de la Guerra, pero con más jondura y pellizco. Hablé con él aquella noche de ese cambio y me dijo que, “a veces, la pérdida de facultades te obliga a recrear sobre ti mismo”. No solo bebió en esa fuente Camarón, sino Pansequito, Rancapino o Chiquetete, entre otros. Y Antonio se sentía muy orgulloso, en su vejez, de que cantaores jóvenes siguieran su línea de cante, su estilo tan personal.
Pero el de la Calzá no fue solo un fandanguero, sino que era capaz de hacer a gran altura cantes por malagueñas, tarantas y bulerías. Cuando estalló la Guerra Civil era ya una primera figura que había triunfado en la época de la Ópera Flamenca junto a Marchena, Cepero, Vallejo, Canalejas, Pepe Pinto y Pastora. Precisamente, el golpe militar le cogió en Jaén formando parte de la compañía de Pepe Pinto y la Niña de los Peines, y en vez de irse a Madrid, como hicieron Pastora y Pepe, se quedó en esta ciudad andaluza, porque supo allí mismo que Sevilla era una de las ciudades más castigadas por el golpe fascista, donde la sangre corría por las calles como el agua por las acequias.
Seguramente aquellas fatigas que pasó en Jaén, sin poder volver a Sevilla, le sirvieron para que cambiara su manera de cantar y siguió triunfando en las compañías de Manuel Vallejo o del propio Pepe Pinto. Sin embargo, una pérdida casi total de la voz, quedándole un sonido poco comercial, le obligó a alejarse poco a poco de los escenarios, de la competición con otros artistas, dedicándose a algunas fiestas y a regentar un kiosco. De esa manera acabó uno de los mejores cantaores de Sevilla, dueño de un estilo único, suyo, que hoy siguen jóvenes como, por citar solo a uno, Rancapino hijo. Antonio Tovar Ríos, el gran Niño de la Calzá, nos dijo adiós en el año 1981.