Conocí hace tres décadas a una persona que jamás me dijo que era hijo de madre gitana y padre castellano, es decir, gaché. ¿Se avergonzaba? Pasados unos años esta persona comenzó a vivir del flamenco, sin ser artista, y entonces empezó a ser más gitano que Chorrojumo. Y ahora oculta a su padre gaché y llama titos y primos a gitanos a los que solo conoce de las redes sociales.
A estas alturas del siglo XXI ya deberíamos tener claro que el flamenco es un arte andaluz creado por andaluces, aunque desde hace unos años se estén empeñando en demostrar, sin pruebas, que vino de otras tierras. Si siguen así acabarán convenciéndonos de que el arte jondo no tiene nada de andaluz, porque, al parecer, todos los palos de la baraja flamenca tienen su origen fuera de Andalucía.
Alguna vez he escrito que cuando apareció el flamenco, dejándose ver en teatros, fiestas y cafés, era ya un arte gestado y no en estado de gestación. Es decir, estaba ya formado y con estilos y escuelas definidos. Y sus intérpretes no eran solo gitanos, sino también castellanos o andaluces. No digo payos, porque es un término despectivo. La mayoría de los cantaores que cantaban en las academias de baile de los de la Barrera, Manuel y Miguel, del Maestro Félix Moreno y otros, no eran gitanos. Les hablo de Silverio, Lorente, Perea del Puerto, Ramón Sartorio o El Peinero.
¿Cómo aprendieron estos el cante gitano, si los calés de Triana no les dejaban entrar en sus fiestas, según algunos tratadistas como Fernando el de Triana? Un misterio. No estoy muy de acuerdo con eso de que los gachés no entraban en sus fiestas, porque localicé un reportaje sobre un bautizo gitano en Triana, de 1841, escrito por un periodista que sí entró y, además, para contarlo todo. Este reportaje, por cierto, sirvió para que Estébanez Calderón publicara su Baile en Triana, en 1842, en prensa, quizá para dar una réplica al autor de citado reportaje.
A pesar de los datos que hay ya sobre el origen del flamenco, algunos gitanistas siguen insistiendo en dar a entender que hay intrusismo gaché. Recuerdo que un día fui a ver a Antonio Mairena a su casa de Sevilla para llevarle una colección de discos que había salido, Los ases del cante flamenco, colección de diez elepés que sacó Pepe Carrasco, autor de letras flamencas y coleccionista de discos de pizarra.
Mairena iba viendo los discos y apartando los que no le interesaban: Cepero, Chacón, Niño de la Huerta, Vallejo y otros. Y se quedó solo con Manuel Torres y El Gloria, gitanos los dos. Le pregunté que por qué no le interesaban los demás, y me respondió: “Porque no tienen nada que ver con nosotros”. Con él y su mentalidad, querría decir el maestro, aunque ya me consideraba de los suyos, de su cofradía gitano-andaluza.
Me molesta mucho el complejo de algunos gachés o payos con el asunto de si el flamenco es o no gitano, o al contrario. Algunos cantaores hasta tratan de justificar que su voz no es muy flamenca, por el hecho de que la tengan laína o rizada. Como si el cante tuviera una sola voz, la gitana o flamenca, o tuviese que ser forzosamente bronca y rozada. Esto es como resultado de una política racista, la de los gitanistas, que han tratado de convencernos, y aún ocurre, de que el cante que no es gitano no es cante, sino folklore.
Por eso actuaba y actúa así esa persona que ocultó durante un tiempo a su madre gitana y que ahora, una vez que vive del flamenco, esconde al padre gaché. Ser o no gitano no es tan determinante como se cree para cantar flamenco, y mucho menos para sentirlo. Hace años que llegué a esta conclusión y no porque un día me levantara con ganas de cerrar el asunto, sino porque llevo cuarenta años investigando. Y a la hora de disfrutar del flamenco, de todo el cante y sus distintas escuelas, solo pienso en lo grande que es Andalucía, con todos sus andaluces dentro, sean de donde sean y vendan o no cal.