El compás. Aquel amigo invisible que nos lleva en volandas y proporciona emociones y sensaciones que apoyan e iluminan la música y el baile del flamenco. O el miserable intolerante que te priva de toda diversión si no le obedeces, y te abandona desamparado, retorciéndote en la cuneta mientras intentas comprender qué ha fallado.
Hay personas que dominan aquellas estructuras rítmicas que te dan alas. Y las que… pues… que no. El compás es el mejor aliado del intérprete del flamenco, o su peor y más diabólico enemigo.
En un artículo anterior –Bulerías sin números– hablamos del compás como un pulso que se siente, más que tiempos que se cuentan. Pero hay mucho más.
¿Doce tiempos o acentuación creativa?
Para los flamencos no españoles, cuando se habla de no tener compás, puede, a veces, significar que un individuo simplemente no cuadra los doce tiempos: a veces sobran, a veces faltan. Y este tipo de intérprete sin compás puede incluso incorporarse en grupos, logrando tapar su deficiencia siguiendo a los demás. Esto se ve muy poco o nunca en España; por regla general, no te dejan jugar en el jardín del flamenco si no lo haces a compás. Entonces, ¿porqué algunos artistas flamencos españoles tienen fama de excelente compás? Aquí es donde Dios está, claramente, en los detalles. Un gurú del compás como Diego Carrasco es capaz de juguetear en los campos del arte jondo acentuando tiempos mediante los silencios, o cayendo plenamente en determinados momentos, o navegando dentro, alrededor y encima de los acentos lo justo para habitar el armazón y entregar susodichas emociones y sensaciones.
Los latigazos limpios de la bulería, o la sugerencia rítmica de la siguiriya
El cante a prueba de fallos, silábico, como determinadas bulerías de Cádiz, en las que cada palabra o sílaba está ligada a un punto fijo del compás – no hay que meterse con eso porque no admite variación. Son cantes a veces preferidos por cantaores cuyo dominio del compás es débil: el verso es como un cinturón de seguridad que no se presta a interpretaciones y te mantiene en el carril pase lo que pase, como karaoke. Diez mil personas viendo un partido de fútbol pueden “cantar” un verso silábico como una sola voz. Sin embargo, dos cantaores no podrían cantar al alimón un verso estándar de bulería sin ensayo, mucho menos una típica siguiriya.
El compás más difícil para la mayoría, no es el de bulerías como se suele creer, sino más bien la rama de las alegrías-cantiñas. Y tiene su lógica: los tiempos de bulerías pasan de prisa, no hay espacios apenas, y los grandes del género saben relajarse y emplear ese trasfondo como apoyo y realce, dejando que la mayoría de los acentos se desvanezcan, buscando los mejores momentos para aquellos instantes sublimes tan esperados y saboreados por los buleríadictos que reaccionan con un “¡ole!” colectivo.
Las alegrías/cantiñas, en cambio, llevan una marcha bastante más relajada, de modo que sencillamente llevas el compás a rajatabla, o no lo haces. Y cuando no lo haces, es imposible que no se note. En principio, el compás de la soleá es el mismo, pero la naturaleza fraseada del cante no está al servicio de medidas rígidas, sino de una búsqueda emotiva, y la estructura de la soleá es dúctil y flexible. Por este motivo normalmente se tocan las palmas para alegrías, pero no es habitual por soleá (a menos que se trate del tipo rítmico cultivado en Utrera/Lebrija); sería demasiado limitativo para los intérpretes.
Tengamos también en cuenta que el toque de guitarra es, casi siempre, percusivo; las notas, los rasgueados, picados, arpegios, etc., coinciden limpiamente con el compás, y el baile hace lo mismo gran parte del tiempo. La voz, en cambio, no es instrumento de percusión, y el cante viaja por el trasfondo musical proporcionado por la guitarra, tejiendo y destejiendo. Así vemos, por ejemplo, como la gran cantaora Tía Anica la Periñaca (Jerez de la Frontera 1899-1987) marca con su bastón un compás bien ligerito por siguiriya sin distorsionar el cante que sigue siendo serenamente profundo, porque una frase vocal puede ocupar una medida, dos, tres…tantas como sean necesarias para entregar el verso cantado de forma natural y significativa. En aquella famosa grabación de vídeo con el bastón, la ausencia de acompañamiento musical resta todavía más importancia a la velocidad, y la emotiva interpretación de la Tía Anica queda intacta.