Miguel Acal se preguntaba con insistencia, y así iniciaba sus programas, que lo más importante que había en este mundo era la salud, pero a continuación se preguntaba de qué servía la salud si no había libertad para ejercerla, e incluso si tenemos salud y libertad, para qué sirven si no tenemos amigos.
Con estas premisas se mantuvo siempre este periodista libre y amigo de sus amigos, aunque la salud le diera la espalda y nos dejara en plenitud de la vida. Conocí a Miguel en 1964, durante mi primer viaje a Sevilla en compañía de dos compañeros de la Facultad de Filosofía de Salamanca, Miguel García Posada, ya fallecido, y Juan Alfredo Bellón Cazabán. Éramos los tres aficionados al flamenco y el primer lugar que visitamos fue La Cuadra de Paco Lira en Nervión. Al fondo del patio había un local en el que se iba a celebrar un recital de flamenco y cuál sería mi sorpresa al ver que los que iban a actuar eran El Perlo de Triana, que también recitaría alguno de sus poemas, Chocolate y Antonio Mairena, acompañados por El Chico Melchor y Eduardo de la Malena. Entre el público se encontraban Tomás Torre, Curro Mairena y un joven sediento de flamenco que, con su copa en la mano, bebía gitanería en aquel ritual que sólo Paco Lira sabía ofrecer como maestro de ceremonia. Nunca podré olvidar aquel feliz encuentro que por fortuna echó raíces, pues fue el comienzo de una larga amistad tanto con Miguel como con Antonio Mairena.
¡Cuántos días inolvidables! Comencé entonces a seguir cuando podía su programa “Con sabor andaluz”, pionero en información flamenca, programa atrevido y audaz, que daba voz a la gitanería más marginada, hay que tener en cuenta que entonces el flamenco estaba mal visto en este país, reducido al ámbito de los tabancos o tabernas o en reservados para señoritos, y Miguel supo levantar su voz al grito de “salud y libertad, amigos”. Fui testigo de aquella época de marginación, entonces yo era profesor en la Escuela de Magisterio de Zamora y organicé un seminario de flamenco para mis alumnos que concluía con una conferencia-recital en la que intervine junto a Fosforito, Juan Habichuela y Juan José, aquel rapsoda excelente que aparece en los discos de Caracol. El recital fue prohibido, aunque a última hora pudo realizarse en un local que nos prestaron, tiempos difíciles para una época que ya parece lejana.
Con Miguel pasé momentos sublimes grabados en lo más profundo de mi vida y que han dejado una huella indeleble. Aquella tarde en La Campana, con Pepe Pinto, Pastora, Antonio Mairena, Tomás Torre y Curro Mairena. Aquellas noches por ventas perdidas en Mairena del Alcor, en Utrera, en Lebrija, en Jerez, en Sevilla, porque estar con Antonio Mairena o con Miguel Acal significaba escuchar cante, hablar de cante, vivir el cante y, claro está, el cante gitano-andaluz. Miguel nunca hablaba de que Antonio Mairena fuera el mejor, sobre gustos no hay nada escrito, insistía, pero lo que sí afirmaba con rotundidad es que Antonio ha sido el cantaor más importante de la historia del cante, pues con él el flamenco alcanzó logros y estimaciones nunca conseguidos, con él, y nunca restó méritos a otras aportaciones, se pasó de la miseria cultural a la valoración artística, del desinterés intelectual a la admiración poética y musical. Traigo a la memoria uno de los comentarios de Miguel: “Antonio Mairena, en vida, era una cima inalcanzable, una especie de santón supremo que, además, estaba convencido de su papel, de su importancia, de su capacidad para el mando”. Y esto, añadía, el hecho de que el gitano llegara a los más altos estamentos artísticos o culturales, molestaba a sus compañeros, pero sobre todo a los seguidores de otras formas cantaoras.
Pero Miguel nunca renegó de otros artistas como se quiere hacer ver ahora, porque entre otras cosas los respetaba. Recuerdo que cuando murió Pepe Marchena le dedicó dos páginas completas en el periódico en el que entonces escribía. Por qué esa saña ahora por parte de los que desconocen los verdaderos fundamentos éticos del que fue un profesional honesto siempre, con sus gustos y sus “vivencias”. Miguel insistía en que convivir con alguien no era compartir techo y comida, trabajo y diversiones, sino que necesariamente para alcanzar la intimidad era imprescindible compartir ilusiones y esfuerzos, lo que significaba horas, días, meses, años de diálogo, de alegrías, fatigas, compensaciones y penas. Siempre trataba al artista como un ser humano con sus penas y alegrías. Estaba a las duras y a las maduras, como vulgarmente se dice. Y esto le reportó cariño, pero también detractores. Recuerdo que cuando Antonio de la Carzá estaba ingresado con las fatigas de la muerte, iba todos los días a verlo al hospital y me llamaba informándome de su precaria salud y del inminente desenlace. Y así con un gran número de artistas. Esto hoy es impensable, pues el cante, y por tanto el artista, es objeto de consumo, la connivencia y emoción entre artista y receptor han desaparecido, ya nadie habla de aquellas noches memorables como las que Miguel y yo hemos vivido. No me extraña que algún crítico se sienta cansado y decepcionado por tener que describir lo que ve y oye.
Vienen motivadas estas reflexiones por la invitación que he recibido para participar en las primeras jornadas flamencas en homenaje a Miguel Acal y la inauguración de la Peña que llevará su nombre en Bormujos, su pueblo de adopción, con el que sentimentalmente se encontraba muy unido, pues también es el pueblo de su mujer, Nandi, compañera inseparable. Desgraciadamente por motivos de salud no he podido asistir y acompañar a familiares y amigos, pero mi alma revoloteaba por aquellos aires junto a la de Miguel. Seguro que por allí sonaba la voz libre, la de un periodismo que desapareció, pero aún nos queda su luz, recuperémosla.
Quisiera acabar con unos versos de un poeta de mi tierra, Claudio Rodríguez, una de las cumbres de nuestra poesía, al que Miguel también conoció en aquellas noches zamoranas y con el que algún vino tomamos paseando a orillas del Duero:
Como si nunca hubiera sido mía,
dad al aire mi voz y que en el aire
sea de todos y la sepan todos
igual que una mañana o una tarde.
Versos atemporales, cargados de luz, como la voz de Miguel Acal.