A mí me sigue gustando el cante de una determinada época, la que va desde principios del siglo pasado hasta los setenta, porque por las letras de los cantes de casi todos los artistas de esos setenta años se podía saber mucho de ellos. El Carbonerillo (Sevilla, 1906-1937) contaba su vida en los fandangos, aunque hay que aclarar que no todas las letras que cantaba eran suyas, pero sí de autores que lo conocían muy bien y sabían cómo sentía y vivía sus días, unos amargos y otros dichosos. Temas como el de la madre, el amor y el desamor, eran en este cantaor muy importantes.
Su madre, Rocío García Cuesta, sevillana de nacimiento, era una mujer luchadora que crió a muchos hijos en una época nada fácil. Solo tuvo dos varones, El Carbonerillo –Manuel Vega García– e Isidoro, que no tuvo mucha relación con el cante. Rocío sintió un amor especial por su Manolito, un niño bonito que había nacido con el don del cante. Una de su hermanas, de las dos que conocí, Anita, me dijo que El Carbonerillo cantaba ya con 5 años y que con 7 lo hacía subido a una mesa de la fábrica de telares de los Pickman, donde trabajaban ella y dos de sus hermanas. Llegaba la hora del bocadillo y lo subían a una mesa para que les cantara fandangos de El Colorao de la Macarena o alguna guajira de Manuel Escacena.
El Carbonero conoció pronto el desamor, de adolescente, algo que suele ocurrir mucho en esta etapa de nuestras vidas. Tuvo una novia que lo abandonó muy pronto para irse con un viudo, según testimonios de personas con las que pude hablar para escribir una biografía del cantaor sevillano. Aquel desengaño amoroso sacó de su pecho los fandangos más desgarradores y las soleares más desesperadas.
Y te echaste a reír.
Me viste un día llorar
y te echaste a reír.
Yo no te quise contar
que aquel llanto era por ti
Al verte tan desgraciá.
Me estoy imaginando al gran cantaor llorando por aquella mujer y a ella riéndose de él en su presencia, como sucedió más de una vez. Una de esas veces la llegó a agredir en público, en un bar, siempre según testimonios de personas de su entorno a las que conocí.
El cante jondo ese eso, cantar y contar cosas de la vida. No es lo mismo cantar letras que te dan autores que no tienen nada que ver contigo, que las escribas tú mismo o alguien que conoce a fondo tu vida. Tomás Pavón, por poner otro ejemplo, cantó muchas letras de su hermano Arturo, que fue un buen autor aunque no llegó nunca a tomárselo en serio. Hasta Manuel Torres cantó letras de Arturo, ya que fueron muy amigos. Pero Tomás también cantó algunas letras suyas, dos no grabadas, por soleares:
Me voy a la calle Feria,
que está cantando Pacuco
las coplas de La Sarneta.
Pacuco fue un novio sevillano de La Sarneta de Jerez, que también perdió la cabeza por la bella artista, llegando a cortarse el cuello con una navaja barbera, aunque sobrevivió y cantaba con la voz destrozada por el tajo que se pegó. Lo mismo que hizo El Cuco, tío de Caracol –hermano de su padre–, porque se enamoró locamente de Pastora Imperio, ella lo consintió primero y luego lo despreció, dejándolo arruinado y loco. Tan majara que un día fue a una ferretería, compró una navaja de afeitar y se separó la cabeza del tronco de una certera tajadura.
Recibo decenas de discos de cante al año y pocas veces escucho a nadie nuevas coplas que reflejen un poco cosas de su vida, de sus sentimientos. Son obras discográficas muy bien producidas, con un sonido excelente y toda clase de virguerías técnicas, pero vacías.
Hice de mi vida un sueño,
luego me dijo una rosa
que los sueños, sueños son,
y a otra cosa, mariposa.