A lo largo de tres décadas, desde 1984, la Fundación Cruzcampo ha entregado su prestigiosa distinción, el Compás del Cante, a destacados artistas del flamenco. En sus comienzos, este premio fue fundado para premiar a cantaores, pero desde 1987 ha sido ampliado para incluir también a interpretes del baile o de la guitarra. La lista de los ganadores es una ristra de las figuras más grandes del flamenco de las últimas décadas con cantaores como Fosforito, Chano Lobato, Fernanda de Utrera, José Menese o el Lebrijano; bailaores como Pilar López, Farruco, Antonio Gades, Eva Yerbabuena; y los guitarristas Juan Carmona, Manolo Franco, Manuel Morao, Manolo Sanlúcar y el imprescindible Paco de Lucía, entre muchísimos otros. El premio se otorga teniendo en cuenta la calidad artística, una brillante trayectoria profesional, la recuperación de formas en vías de extinción y la aportación al flamenco del presente y del futuro.
Este año la ganadora ha sido la bailaora Manuela Carrasco, que también es Premio Nacional de Danza (2007), Premio de Córdoba (1974) y Medalla de Oro de Andalucía, entre otros honores. En la edición del año pasado se habilitó un nuevo premio llamado el Nuevo Compás, para los artistas emergentes entre 18 y 30 años, y que ha sido en esta ocasión para Alonso Núñez Rancapino hijo.
Manuela Carrasco. ¿Qué aficionado no quiere a Manuela? ¿Y quién se resiste a llamarla diosa flamenca, por muy trillado que suene? Su versión racial de la llamada escuela sevillana del baile flamenco, que cultiva la sutileza femenina, es intensidad, dominio y un tipo de poderío que es tan psíquico como físico. El actual panorama del baile flamenco de mujer está repleto de talento, coreografías impresionantes y grandes artistas con pasos perfectamente ejecutados gracias al altísimo nivel técnico. Pero miro a Manuela, y no parece haber pasos, sino un torrente intenso de baile inspirado que empapa el aire del perfume flamenco. Es el paralelo en danza del concepto de guitarra de Gerardo Núñez, que no toca falsetas, sino música.
Nos dicen a menudo que el flamenco tradicional ya no se lleva, que no es relevante, y que debemos buscar nuevos caminos. Luego ves a Manuela, su majestuosa e intemporal presencia. Los grandes artistas tienen esa capacidad de crear su propio medio ambiente, un aura casi tangible. Cuando aparece en el escenario con los ojos medio cerrados mientras convoca su fuerza interior, la espalda erguida y firme, el paisaje de su cara exótica y la madurez artística, es la viva imagen del flamenco clásico de los años 1970 y 80. El aplomo elegante de Pilar López cruzado con la furia de Carmen Amaya. El zapateo de Manuela no se puede comparar con el de la nueva generación. Y no pasa nada, porque no es lo que buscamos en una bailaora de estas características.
Y esa soleá suya, el baile que lleva interpretando durante décadas, la pieza maestra de su repertorio…dos veces igual no la hace, siempre imponente, la prueba contundente de que el flamenco se autorregenera sin necesidad de alardes ni inventos.