Cada vez que visito Jaén evoco a Pepe Polluelas. La memoria lo retiene en guardia, apostado a la entrada del local social de la Peña Flamenca de Jaén y adoptando una posición retadora, acaso por esa timidez que le frenaba relacionarse con el mundo. No obstante, me esperaba, rebatíamos nuestros debates sempiterno y, tras brindar con una copa como testigo, tan amigos. Sí, tal cual, porque nos unía una sincera amistad gracias al respeto al cante. Y lo recuerdo en estas líneas porque llevo aguardando desde el mes de abril a que alguien conmemore el centenario de su nacimiento.
No ha sido así. Pero con motivo de que el viernes próximo, 18 de octubre, se celebra el LII Festival Flamenco que lleva su nombre en la capital del Reino, lo rescato de la memoria porque el olvido en el flamenco no es culpa de los que se fueron, sino la realidad de quienes tienen las neuronas muertas.
José Ruiz Pérez, que así es su nombre de pilas, nació en la calle San Clemente, de Jaén, el 26 de abril de 1924. Se aficionó al cante por su padre, que era sillero y un gran aficionado, pero sobre todo por los espectáculos de la Ópera Flamenca y la subsiguiente Época Teatral que puso en ruta el empresario cartagenero Alberto Monserrat, asociado con anterioridad a su cuñado Vedrines, además de por los artistas que quedaron retenidos en Jaén durante la guerra (in)civil, entre ellos el Niño de Madrid, de quien aprendió el cante por soleá, Pepe Marchena, Enrique Orozco, José Palanca, Antonio de la Calzá y, en especial, Canalejas de Puerto Real, que incluso se lo quiso llevar con su troupe, pero Pepe –así lo llamábamos los amigos– no podía dejar abandonada a su madre, por la que sentía verdadera veneración y de la que no se separó más que para ir al servicio militar.
A muy temprana edad, el Polluelas, apodo que heredó de su hermano por lo bien que imitaba a estas aves, se lanzó al ruedo de la música con sólo 12 años de edad por los cortijos, mientras acompañaba al padre. Entonces cantaba Ojos verdes, por más que tres años después lo hiciera en el Café Principal con el acompañamiento de Niño Ricardo.
En 1940 se presentó al único concurso de su vida, celebrado en la Piscina Municipal, y en el que ganó el primer premio dotado con 20 duros de la época y una medallita –así me lo contaba– del Santo Rosario. Empero, toda su actividad se reducía a cantar en las ventas, tabernas, prostíbulos y ferias provinciales, hasta que en los años setenta del pasado siglo comenzó a figurar en los festivales jaeneros.
En aquellos primeros años lanzando el cante por tugurios y burdeles, el Polluelas compartió honores con su buen amigo Pepe Marchenilla, destacando, pese a los espacios citados, por no perder nunca la dignidad que concedía a este patrimonio cultural.
El hecho reseñado de preservar con celo purificador las esencias flamencas fue lo que le hizo granjearse el respeto y la consideración del aficionado fetén y, principalmente, de la Peña Flamenca de Jaén, colectivo que creó el Festival Flamenco Pepe Polluelas, que desde 1991 se celebraba durante las fiestas de la Virgen de la Capilla, aunque ahora nos cita en la Feria de San Lucas, y que presenté en 1994 con un José Menese en maestro. Rememoro, igualmente, que en abril de 1992 la Peña de Jaén le dedicó su VII Semana de Estudios “al encarnar la cultura flamenca de los últimos cuarenta años en Jaén”.
«Escudriñaba las letras que se asociaban a sus experiencias vividas, y administraba sus facultades, cortitas, pero buscando el sabor, el gustito. Y es que Pepe Polluelas cataba el cante de pellizco, de ahí que en las distancias cortas no lanzara un grito ni el estiramiento de la melodía, sino un puñado de alfileres sonoros»
Estos reconocimientos, así como el documental El ultimo bohemio (2013), conducido por Fran Armenteros y Eva Llácer, acontecieron porque Pepe Polluelas falleció el 22 de febrero de 1990 en el Hospital Princesa Sofía, de Jaén. Fue enterrado al día siguiente, y después de cansarnos de repetir que vivía solo, en un hotel próximo a la Peña Flamenca de Jaén bajo la tutela de la entidad, Pepe murió siendo un incomprendido, un cantaor sin más crónica que las de los cabales peñistas jienenses.
Le pregunté en una ocasión por qué no había contraído matrimonio. La respuesta fue que eligió casarse con el cante, y como en soledad no exploraba más que sus propios pensamientos, cuando estaba feliz, entre los contados amigos, con la nariz abultada y rojiza por el fuego del alcohol concentrado, solía exclamar: “¡Si esto son guerras, que nunca se acaben!”.
Mis recuerdos tampoco escapan por el humo de aquel sempiterno cigarro sujeto entre los dedos de la mano izquierda. Antes bien, quedan prendidos en su mirada de devoto exigente, en sus palabras de celoso vigilante de lo auténtico, en sus modos combativos ante cualquier discrepancia, en su peculiar estilo de vida, en la manera de coger la copa de vino, en las ideas que escondía debajo de la gorra y, por supuesto, en su anecdotario, cargado de vivencias y de esa distinción especial que da la supervivencia.
No le satisfacían sus apariciones discográficas, como las dos con Perico del Lunar hijo, tal que Canta Jaén, (1982), donde canta por fandangos y soleá, y Testimonios flamencos. Vol. 07 (1995), que alberga unas soleares de 1980, aparte del compacto ulterior Pepe Polluelas (2015), recopilatorio de quince cantes ejecutados en la Peña Flamenca de Jaén entre 1980 y 1987 y recopilados por el gran Paquillo Cañadas.
Pepe tenía, en ese marco, una personalidad incontestable. Lo escuché muchas veces en la intimidad, y como patriarca del cante en Jaén le ponía su sello expresivo a todo lo que tocaba, porque no gustaba de la copia por la copia. Escudriñaba, asimismo, las letras que se asociaban a sus experiencias vividas, y administraba sus facultades, cortitas, pero buscando el sabor, el gustito. Y es que Pepe cataba el cante de pellizco, de ahí que en las distancias cortas no lanzara un grito ni el estiramiento de la melodía, sino un puñado de alfileres sonoros.
Pepe Polluelas era, por añadidura, bohemio, y cantaba, en consecuencia, por necesidad vital. En las cantiñas, verbigracia, buscaba a Tío José el Águila, Aurelio Sellés o a Pepe Marchena, para luego continuar por alegrías. Por tangos evocaba a Antonio el Chaqueta y remataba por tanguillos. La cartagenera la centraba en don Antonio Chacón, como la taranta, y a veces incluso la remataba con la malagueña de El Mellizo. Se refundía con José Cepero en la granaína-malagueña, que la empleaba para comenzar una tanda de fandangos, en los que incluía variantes onubenses o bien de Palanca, Marchena, Antonio de la Calzá, El Sevillano y Pepe Pinto, y en la misma tesitura recordaba los estilos malagueños de Jacinto Almadén o El Cojo de Málaga.
Insisto que escribo de la privacidad de la reunión. Y si por bulerías se ajustaba a Jerez y al cuplé, y por tientos tenía tendencias gaditana y jerezana, por tanguillos gozaba con La pícara vaca, de Vicente el Loro, que vivía en el jienense Cerro de los Lirios. Ejecutaba, igualmente, los villancicos por bulerías de El Gloria, y por seguiriyas buscaba a Manuel Torre, en tanto que la saeta la dirigía cada madrugada de Viernes Santo a Ntro. Padre Jesús Nazareno, El Abuelo.
Su palo era, con todo, la soleá. Ahí es donde Pepe Polluelas se reencontraba consigo mismo, en la entereza de los tercios que aunque con guiños al Niño de Madrid, otorgamos a La Andonda, La Serneta, El Mellizo y Juaniquín. Y los abordaba como si en la tipología con letras propias anhelara el deseo de volver a otros tiempos, tal que la intención de este recordatorio, que no es sino fomentar el conocimiento para rehabilitar los recuerdos y mantener vigente la memoria de quien nació en Jaén hace cien años.