Tuve la suerte de conocerlo personalmente, de verlo bailar en los escenarios y fuera de ellos, y de haber sido su guardaespaldas durante tres días en Córdoba, en 1986, con motivo de su presencia en el Concurso Nacional. Cuando me lo presentaron en Casa Salinas, en la Judería, me miró muy serio de arriba abajo y me preguntó: “¿Tú quieres ser mi guardaespaldas estos días en Córdoba?”. Le dije que sí y cada día se agarraba de mi brazo cuando íbamos por las calles, con la gente mirando y este crítico, que entonces empezaba, orgulloso de ir del brazo del más grande del baile y la danza por una ciudad, Córdoba, que ni pintada para algo así.
Se han cumplido ya veintidós años de la muerte de Antonio Ruiz Soler, el gran Antonio el Bailarín, artista muy olvidado en su propia tierra, Sevilla. Recuerdo que cuando hablaba de la ciudad donde recibió su primer beso de luz, en la Alameda de Hércules, lo hacía con brillo en los ojos, el brillo de la emoción, pero también con cierta amargura, quizá porque era consciente de que la capital andaluza acabaría olvidándolo. Es cierto que tuvo su reconocimiento en la Bienal y que parte de sus pertenencias las tienen entre la Junta de Andalucía y el Ayuntamiento de Sevilla, pero hasta ahí.
¿Cuántas ciudades en el mundo pueden presumir de tener entre sus hijos a artistas como Antonio, un genio del baile? Este artista llevó el baile sevillano a donde nadie lo había llevado hasta entonces y fue un verdadero revolucionario, un creador. Solo hay que ver cómo bailaban los demás de su tiempo, a través de vídeos y películas, y cómo lo hacía él, adelantándose a su tiempo en muchos aspectos del baile, con una técnica prodigiosa e innovadora y una seguridad pasmosa. Está claro que nació para el baile, como Sabicas nació para la guitarra y el Niño de Marchena para el cante. Es lo que yo llamo tener o no el don y Antonio, lo tenía.
Además de tenerlo, es que nació en una ciudad bailaora o dancística, como quieran llamarla. En aquellos años (el genio nació en 1921), la Alameda de Hércules era un hervidero de artistas flamencos y Sevilla era conocida ya en todo el mundo por sus bailaoras y bailaores. Lo era ya en el XIX, pero en esa época de la infancia de Antonio hubo una enorme concentración de figuras del baile. Figuras que él tenía a la mano, en algunos casos al lado mismo de su casa, como eran el Maestro Otero, Rafael Ortega y sus hermanas, Rita y Carlota, Frasquillo y La Quica, Gabriela Ortega, Ramírez, las hermanas Junquera, las Antúnez, Josefa la Chorrúa, La Macarrona o La Malena, por citar solo a algunas. Además, en aquella época de academias y salas de baile, se bailaba mucho en los corrales o patios de vecinos, que según me dijo el propio artista, eran otra escuela fundamental.
¿Qué tendría que hacer Sevilla por uno de sus hijos más ilustres, como es Antonio? Nada, mejor que lo dejen como está. Podría hacer algo, claro: abrir un centro de estudios del baile con su nombre, una casa-museo, ponerle un monumento en la Alameda de Hércules… Eso, le hubiesen hecho de haber nacido en Viena, por ejemplo, pero en Sevilla sería mucho pedir. Aunque nunca se sabe, porque a veces nos sorprenden con algún monumento de esos que te quedas patidifuso y que te preguntas con cara de asombro, que quién leches era ese tío.
Veintidós años sin Antonio, sin un artista increíble, único. Donde quiera que esté, mi agradecimiento por todo lo que hizo.