Foto: Agata Sandecor
En ocasiones reflexiono sobre cómo hubiera sido mi vida de haber sido cantaor de flamenco, en vez de crítico o periodista. Quería ser cantaor y lo intenté hasta que entendí que ese no era mi camino. No me gustaban los escenarios y siguen sin gustarme, aunque me subí varias veces a cantar cuando era joven y llevo subiéndome cuarenta años para hablar de flamenco, que esto tampoco me gusta, pero tuve que vencer la timidez para poder vivir de esta profesión. Eso de tener que cantar a una hora determinada, la que te digan, ante públicos muy distintos y en todo tipo de escenarios, es algo que veo tremendamente difícil. Los que cantan de manera profesional tienen hacerlo a diario, estén o no a gusto, les guste el público o no. Se llama profesionalidad u oficio.
Toco hoy este asunto porque veo la gran cantidad de festivales que están haciendo cantaores como Jesús Méndez, Antonio Reyes y Rancapino chico, quizá los que más trabajan a lo largo del año. Me pregunto cómo pueden estar siempre en buena actitud para cantar con duende, a gusto, centrado. Un día le pregunté sobre esto a Camarón y me respondió de la siguiente manera: “Poniendo el disco”. Y eso que el genio de la Isla era un cantaor auténtico, visceral, de los que sacaban el cante de las últimas habitaciones de la sangre. Era un milagro ver cómo cantaba a veces sin fuerzas, con mal cuerpo, hasta enfermo, y era capaz de transmitir las más hondas emociones.
Tomás Pavón tenía un gran amigo en la Alameda de Hércules, en Sevilla, Fernando el de las Losas, que se gastaba mucho dinero escuchándolo cantar en la intimidad. Este hombre lo llamaba a veces para que le cantara en la azotea de su casa de la calle Feria, y Tomás no siempre atendía su llamada. “Hoy no estoy bien, Fernando”, le decía a veces. Al final llegaron a un acuerdo, que era el de cantarle solo cuando tuviera la necesidad de cantar y no siempre por dinero. Y de esa manera, el genio gitano alivió sus necesidades durante años, sobre todo en la Guerra Civil española de 1936, que al estar su hermana Pastora y su cuñado Pepe Pinto en la capital de España, las pasó canutas.
La última vez que escuché cantar a Antonio Mairena sobre un escenario me lo encontré al borde del escenario con muy mala cara, pálido, casi demacrado, y le pregunté que si estaba enfermo. “No, es la responsabilidad”, me respondió. “Mira que llevo años en el oficio, pero un escenario es un miura”, sentenció. Luego cantó de una manera que sería difícil explicar aquí, echando mano del oficio y, curiosamente, con duende. Cerró los ojos, se templó y entró pronto en situación ante más de mil personas que, eso sí, estaban allí porque adoraban al maestro de Mairena del Alcor y los olés a tiempo le ayudaron a olvidarse de los nervios y del miedo a defraudar.
Aunque no canto, escribo, y reconozco que a veces me cuesta sacar un artículo adelante. Hago más de cuarenta al mes, que son demasiados. Por eso valoro a los cantaores o a las cantaoras que son capaces de cantar un día en Algeciras y el siguiente en Nimes, ante públicos distintos y, a veces, subidos en un carro, esto es, en escenarios inadecuados. Otra cosa es que tengan repertorio para tanto, pero de eso podemos hablar otro día.