Quienes creen que hacen flamenco piden respeto para lo que hacen. Y los puristas lo piden también porque entienden que su lucha es justa, la de defender lo que aman, el flamenco tradicional. Bien, pues los primeros llaman retrógrados a los segundos y éstos, lunáticos a los otros. Una guerra viva que parece no acabar.
Como bien me señala Jafelin Helten, el flamenco es algo más que una música o una danza: es una forma de vida. Alguien puede aprender a tocar la guitarra e interpretar una rondeña o una taranta, pero se quedará en eso, en una mera interpretación, si no vive el flamenco, una vida flamenca, como una cultura ancestral que es, una forma de vida. Nadie tiene derecho a llamar flamenco a cualquier cosa que lo parezca o que él crea que lo es. Es fácil dar gato por liebre, además, porque es muy complicado a veces saber lo que es y no es flamenco.
Incluso hay quienes dicen que una malagueña de Chacón es menos flamenca que una soleá de Perrate de Utrera, por poner un ejemplo claro de desorientación. ¿Por qué es menos flamenca? ¿Porque Chacón no era gitano y Perrate sí? Perrate vivió toda su vida como un flamenco, pero también Chacón. Los dos bebieron de la tradición, uno en Jerez y el otro en Utrera, dos localidades con historia jonda. Me pregunto, cuántos de esos que dicen que Chacón no era flamenco, sino coplero o tenor, saben algo de su vida y de cómo fue su carrera. Es que es algo fundamental para ser, como algunos se llaman a ellos mismos, “flamenco”. Incluso hay ya camisetas con el logotipo de “Yo, soy flamenco”, como las hay sobre algunos equipos de fútbol. Te pones esa camiseta y ya eres flamenco, ¿no? Menuda gilipollez.
Hace algún tiempo escribía aquí mismo sobre el riesgo de que el flamenco acabara en algo vulgar, sin arte, y los tiros iban por ahí. El flamenco, todo el flamenco, es un patrimonio cultural y nadie, ni siquiera en nombre de la libertad artística, puede atentar contra ese patrimonio. La Giralda ya existe y, además, es una joya. No intente modificarla, cree otra torre. Si quieren interpretar Del convento, las campanas, de Chacón, o Los días señalaítos, de Manuel Torres, pónganles su sello, pero no destruya nada, porque son dos joyas de la cultura musical, como la Giralda lo es de la arquitectura.
Por otra parte están los rancios, los puristas recalcitrantes, esos que atizan a todo el que no hace el flamenco según su manera de verlo o entenderlo. Si solo le gusta Antonio Mairena, todo el que no cante según los postulados del gran maestro, no vale. Estos no entienden que si el flamenco es algo más que un arte musical y dancístico, que es una cultura, una forma de vida, la vida también evoluciona, como la música y la danza. Ya no se canta como lo hacían los del XIX, puesto que no se vive como se vivía entonces. Ni se canta, ni se baila, ni se toca la guitarra.
El flamenco no se creó en tres días, sino en años, quizás en siglos, pero surgió a la luz en una época concreta, las primeras décadas del siglo XIX, en un lugar del mundo, Andalucía, y fue creado por personas que vivían de una determinada manera. Eran flamencos, gitanos o no. Amantes de la danza, de la música, de la poesía, de la noche, de las costumbres de la tierra y de una determinada manera de vivir y sentir. Claro que dos siglos después, cualquiera, en cualquier parte del mundo, puede interpretar el flamenco y emocionarnos.
Les digo más. Los flamencos de fuera de España son más respetuosos con la tradición, que los propios españoles o andaluces. Los que vienen a disfrutar de nuestro arte a Andalucía no lo hacen para buscar lo comercial, sino lo clásico. Les gusta perderse por Jerez y Triana para impregnarse de historia flamenca y sentir, de paso, cómo masca el cante Fernando el de la Morena o cómo cruje El Salmonete con el codo apoyado en la barra de una taberna. Eso no es una antigualla, es cultura. Y eso, queridos amigos, merece un respeto, una atención y un cuidado. No hay por qué cambiarlo, como pretenden algunos, en nombre de la modernidad. El que quiera reinventar la pólvora, que lo haga, pero no para dinamitar la memoria jonda, los cimientos de un arte que no es antiguo o moderno, sino las dos cosas.
En la imagen el fotógrafo norteamericano y aficionado Steve Khan junto a Joselero de Morón y Diego del Gastor.