El día 22 de este mismo mes de diciembre se van a cumplir veinticinco años de la muerte de Benito Rodríguez Rey, el gran Beni de Cádiz, un genio sin lugar a duda. Y un artista demasiado olvidado, para lo grande que fue y lo felices que nos hizo durante años con su manera de cantar y, claro, también de hacernos reír, algo que no es nada fácil. Lo es mucho más hacer llorar, y eso el Beni lo sabía hacer también, aunque cantando, porque además de tener una voz de las más hermosas que ha dado el cante jondo, voz caracolera, con alma, cuando quería y estaba motivado cantaba que crujía.
Recuerdo que una noche lo tuve que recoger para una entrevista en la radio, en Antena 3 de Sevilla, lo metí en un taxi y le cantó un fandango al taxista de tal manera, con tanto sentimiento, que tuvo que parar el coche porque nos íbamos a estrellar. Claro que luego el Beni estuvo tan grosero con el hombre que lo echó abajo del coche. El de Cádiz tenía esas cosas: lo mismo te partía el alma cantando que te dabas un cabezazo contra una esquina por la gracia que tenía, aunque a veces sus chites e historietas no gustaban y aquella noche se encontró con un taxista poco amigo de las bromas.
Beni era de Cádiz, pero eligió Sevilla para vivir y era también muy sevillano. Esa mezcla era explosiva. Antes que él la tuvieron algunos de los Ortega de Cádiz, como fueron el abuelo y el padre de Caracol, José el Águila y Manuel el del Bulto. Pero el Beni llevó esa mezcla mágica hasta las últimas consecuencias y escribió toda una historia en Sevilla, una ciudad que casi lo ha olvidado como se olvidó también de aquellos Ortegas que llegaron en el XIX para hacer más grande el arte de Sevilla: Enrique, Gabriela, Manuel, Francisco y José Ortega Feria, los hijos del mítico matarife y cantaor Enrique Ortega Díaz.
Beni de Cádiz era artista, además de un gran cantaor. Y ser artista no es fácil, es un don, algo que te pega tu madre a la piel cuando te pare. Era sobre todo cantaor de teatro, porque en los festivales se desmadraba a veces y la liaba, como la lió en Puente Genil una noche animando al público a meterse con el agente artístico Antonio Pulpón o en el Hotel Triana, en Sevilla, cayéndose en un charco antes de salir al escenario. Era imprevisible, capaz de lo más grande y de lo más genial. Tenía, sin duda, la irregularidad de los genios y ese punto excéntrico que lo hacía único.
A mediados de los ochenta le organizamos al cantaor Antonio el Sevillano un homenaje en Tomares y él era uno de los artistas participantes. El Sevillano estaba presente, pero muy mal de salud y con apenas fuerza para sostenerse en pie. Bien, pues el Beni consiguió que subiera al escenario y que cantara un fandango, el último de su vida en público, porque no tardó en morir. No contento con lograr que Antonio subiera al escenario y cantara ese fandango, sin voz, se pegó una pataíta por bulerías que puso al público en pie.
Artistas como Beni de Cádiz nacen uno o dos cada siglo. Lo escuché decenas de veces en los escenarios y en privado y era sorprendente cómo era capaz de en un momento de inspiración acabar con todos en cualquier palo: por alegrías, tangos, bulerías o incluso seguiriyas o soleares. Y todo lo hacía con una enorme personalidad, aunque fuera caracolero. Pero al margen de que fuera seguidor de don Manuel Ortega Juárez, tenía metido en el alma todo el arte de Cádiz y conocía esa escuela como pocos de su generación. Y los cantes de Triana, porque era muy trianero y sabía de ese barrio tan flamenco lo que no había en los escritos.
Ir por el Arenal y el Postigo de Sevilla y no verlo andar camino de El Colmaíto, su tabanco, es imposible. Andaba con una elegancia única, derecho como una tabla y con la cabeza ligeramente inclinada hacia arriba, como mirando el cielo de Sevilla, como andaba Juan Belmonte. Se fue hace veinticinco años y aún vive, ya que los genios no se van jamás. Aunque Sevilla casi lo haya olvidado. Y es una pena, porque el maestro gaditano la adoraba.