Conocí a una anciana una mañana en la Alameda de Hércules, en Sevilla, que había sido como una hija para Tomás Pavón y Reyes Bermúdez Camacho, su esposa. Ellos no tuvieron hijos, como es sobradamente conocido. Se hicieron novios cuando ambos eran adolescentes y siendo muy jóvenes ya vivían juntos sin estar casados, algo poco habitual entre los gitanos. Reyes, la hija del cantaor trianero Antonio el Baboso, se quedó sin madre cuando tenía siete u ocho años.
Su madre fue Salud Camacho, de una familia trianera con tradición flamenca, que murió a principios del pasado siglo. Lo cierto es que por este hecho estuvo muy ligada de adolescente a la familia de Tomás, siendo vecinos de San Román, San Roque y la Puerta Osario, en distintos domicilios. Nunca se casaron y vivieron juntos hasta que la muerte los separó el 2 de julio de 1952, que fue cuando falleció el genio del cante, en el número 6 de la Plaza de la Mata, la casa de Eloísa Albéniz y su hermano Arturo.
Esta anciana de la Alameda que conocí, La Pirula –creo que este era su apodo–, me contó que Tomás era un hombre muy solitario y tremendamente triste, que dormía mal y que solo disfrutaba escuchando discos en una gramola de maleta que, dicho sea de paso, es hoy de mi propiedad y adorna mi salón con un disco de pizarra, donde registró el Reniego, su genial seguiriya de Frasco el Colorao y Manuel Cagancho, placa que también era de su propiedad y que me fue regalada por la familia Pavón.
¿Cuántos cantes no montaría Tomás en la soledad de su casa, sin niños y esa pobreza que le acompañó toda su vida, aunque su hermana fuera una artista famosa y adinerada? Fernando el de Triana lo calificó de copista, es decir, como un cantaor que copió muy bien a determinados maestros, pero si analizamos bien su manera de cantar, su técnica, Tomás era un creador que compuso sus cantes muy pegado a los grandes clásicos. Admiró a Chacón y a Manuel Torres de una manera casi enfermiza, siendo más seguidor del seguiriyero gitano. He tenido en mis manos dos discos de Manuel que formaban parte de su colección y estaban fundidos, con los surcos gastados de lo mucho que los ponía en su gramola.
Pero además de escuchar muchos discos y de aprender de los grandes maestros en reuniones y fiestas privadas, Tomás era un enamorado de otras músicas, como la clásica, siendo un fanático de Chopin. Le encantaba el piano porque su cuñada Eloísa, la mujer de Arturo, era pianista, además de bailarina. Arturo Pavón Sánchez, el pianista, su sobrino, me contó en Arahal que a veces, cuando Tomás regresaba a casa de alguna fiesta, se lo encontraba tocando el piano, que se paraba a cantarle al sobrino alguna seguiriya y que, según Arturo, afinaba de maravilla.
Tomás era un músico, un cantaor sobrenatural, que era capaz de hacer el cante más complicado, como la seguiriya de Frasco el Colorao –Y Dios manó el remedio–, sin descomponer la melodía, algo muy difícil en alguien que no educó la voz en un conservatorio. Tenía un gran talento natural, un don. Y era un gran tímido, características del genio. Esa timidez fue para él un problema a veces, porque le impedía relacionarse con las personas, sin llegar a ser un hombre asocial. Era seco, poco amigo de las bromas. Juan Talega dijo una vez que era de moco pavo, y él sabría por qué lo dijo.
Esta mujer que vivió con ellos un tiempo, con Tomás y Reyes, como adoptada, me contó que una mañana fue a buscarlo Pepe Pinto para que lo acompañara en un viaje a un pueblo cercano a Sevilla, creo que Utrera, porque tenía que cobrar una fiesta de alguien gordo, seguramente un torero o ganadero. Tomás lo acompañó y cuando regresaron vino enfadado con su cuñado, porque el señorito lo había humillado antes de pagarle. Le contó el Pinto a La Pirula que Tomás se fue para el citado señorito y que, clavándole el dedo gordo en la barriga, le dijo: “Dele gracias a Dios que no ha venido Pastora”.