Alonso tenía una gran oportunidad y no la desaprovechó. Su participación en el Concert Music Sancti Petri se presentaba como una de las noches más importantes del intenso verano del cantaor chiclanero, y lo fue por varios motivos. En primer lugar habría que destacar la participación de un intérprete flamenco, ceñido a la ortodoxia, nada de historias comerciales, en un festival por el que cada noche desfilan primeros nombres de la música española de géneros dispares como el pop o el rock. También es importante la presencia de un cantaor en un formato de concierto, o sea, duración de una hora y con un público pudiente y no necesariamente entendido, aunque sí interesado en familiarizarse. Entre los asistentes no faltaron amigos, vecinos de su localidad, algún compañero… y estuvo su padre Rancapino, en camiseta blanca de mangas cortas más hippy que flamenco, pero con todo el arte de siempre. Estuvieron, además, su hermana Ana que comienza a recorrer camino, y su sobrina Esmeralda, un primor cuyo eco ya viraliza en redes sociales y que ha levantado el interés de muchos empresarios.
Fiel a sus principios ofreció un recital desde la jondura más sensata que baña de esperanza los aires del aficionado pesimista. ¿Cualquier tiempo pasado fue mejor? Alonso nos invita a no reflexionar sobre el axioma pues el tiempo que dedicamos a escucharlo nos impide distracción alguna, sólo disfrute. Unas mil personas se congregaron en las preparadas y modernas instalaciones del poblado para encontrarse con un cantaor que ha logrado revitalizar el asunto y vestir de magia las plazas en las que aparece. Lo que uno percibe de Rancapino Chico es su ilusión por el cante, el respeto al escenario y al respetable, y la solemnidad que merece un evento de estas características. Es de valorar, pues, su entrega absoluta en todos los momentos de su repertorio, que no fue muy distinto al habitual entendiendo que no quiere mostrar al cantaor que no es, sino llegar a la esencia de su discurso desde lo que domina y siente cotidianamente, en pocas palabras: se alejó de la no verdad. Acertó y tirunfó. Mostró su perfil más artista, para lo que hay que reunir muchas condiciones.
Para tal fin, el de la complacencia del público, contó con los acompañantes frecuentes que lo conocen al dedillo y que consiguen crear una atmósfera de primera. Antonio Higuero, su guitarrista, señaló al público con el dedo, al finalizar la gala, asegurando que Alonsito «es el número uno». Él es otro número uno, porque su toque crece y crece acompañando al cante con la mesura más dulce y necesaria, lejos de la agresividad de otras escuelas, con el respeto que merece un instrumento que fue, junto a las palmas, el único apoyo del cantaor. Gustó de forma evidente el toque de Paco León, joven portuense que posee el compás propio de una casa de vecinos de un barrio castizo de Jerez. A las palmas estuvieron Manuel Cantarote, José Rubichi y su primo El Pijota, tres ases del soniquete que siempre hemos de aplaudir por su bien hacer.
La noche empezó con la voz en off de quien os habla, desarrollando algunos datos de interés para esa parte del público que no conoce en profundidad al gran artista, hijo de Juana Fernández y que debutó en su tierra con muy pocos años ante la presencia de su padre, Juanito Valderrama y Rafael Farina, «aunque yo no recuerdo claramente esa velada por lo chico que era», dijo sobre ese momento de su niñez. Llegó con el ánimo de interiorizar la soleá de triana que unió a la apolá y Charamusco, con unos tonos bajos que en su casa siempre han habitado con especial peso. De ahí el éxito de la posterior malagueña. Sus armas se basan en la ejecución de los diferentes estilos desde la profundidad del silencio, huyendo del grito desesperado que no lleva a ningún pellizco. Él pasea sus cuerdas de voz por la historia del cante hablado y sentido. Accede de lleno en la escuela gaditana por alegrías con letras alusivas al legado de sus ancestros y a las que imprime compás, pero el compás de siempre, no el eléctrico que cada vez se hace más fuerte en los escenarios del flamenco actual.
No hubo momentos flojos, siempre mantuvo el nivel e interés por nuestra parte. No faltaron los tangos con los que tanto se identifica y que recuerdan a esos cantaores de la década de los 70 que definieron el soniquete de los festivales andaluces de verano. De ahí bebe bastante Alonso, también en las bulerías. Recurre a Pansequito, Juan Villar… a los que acompañó Cepero. En sus segundas bulerías tiró para Jerez, para la Plazuela, echando mano a las que en su día popularizó Juan Moneo El Torta del ‘Abrázame’. Se atrevió a retomar esa versión que ya estrenó en la Peña Los Cernícalos, temporada atrás, en la que reconoció no saberse del todo la letra. El domingo sí la tuvo más que aprendida y se sintió lo cómodo que exige esas bulerías ya históricas. El público pedía más, quería más, aplaudía más. Tal como hizo con ‘El Torta’ hizo con Manolo Caracol, recordado gracias a una foto en la pantalla del escenario, y por las letras de quien dejó para museo sonoro el ‘Me voy a morir’. Parecía que todo había acabado, pero volvía a salir para satisfacer los reclamos que brotaban desde el asistente. Con Higuero en solitario, dos fandangos más, y una zambra, ante la mirada de su padre que subió al escenario sin esperarlo nadie pero que no hizo más que sonreír ante la que estaba formando su varón. Con todo el elenco, la pincelada por bulerías bailadas por Antonio Higuero cerró la gran gala de Alonso dejando el sabor que dejan los grandes y en la que bañó de aire fresco la bahía de los cantes.