Ahora que el feminismo jondo está tan revuelto, recuerdo una conversación muy interesante que tuve con la gran bailaora Pilar López, la hermana de La Argentinita. Fue en Ronda, donde los dos estábamos invitados a unas jornadas de estudio dirigidas por el desaparecido crítico y escritor Ángel Álvarez Caballero. Hablando de los bailaores de su compañía (El Greco, Alejandro Vega, Manolo Vargas, Rafael Ortega…), le hice una observación: “Parece como si los escogieras de unas determinadas características físicas, todos muy apañados y con cuerpos estupendos”. Y me dijo que sí, que para ella era fundamental la estética del bailaor. “¡Cómo voy a poner en mi cuadro a un bailaor barrigón y calvo!”, dijo con su gracia, aunque Rafael Ortega no tuviera lo que se dice una melena.
Sin embargo, entendí a Pilar porque en aquellos años se cuidaban mucho los detalles en los cuadros. No es como hoy, que Israel Galván es capaz de sacar palmeros en chándales. ¿Existía, pues, el bailaor o cantaor florero? Lo cuento porque algunas feministas del flamenco –lo de feminista lo digo con todo el respeto, porque se autodefinen así– han hablado alguna vez de esto, de que se ha utilizado, y aún se sigue haciendo, como floreros a las mujeres en los cuadros de los tablaos y espectáculos en general.
A La Niña de los Peines le señalaban siempre su escaso atractivo, esto es, que no era una mujer bella, porque en su época era algo casi imprescindible: las artistas bellas entraban mejor en el teatro, aunque no bailaran o cantaran bien. Y hoy siguen entrando mejor en ciertos tablaos, donde tienen en cuenta la buena planta de las mujeres y también de los hombres. Sin embargo, cuando llegaron los festivales de verano tras la crisis del flamenco teatral, la estética femenina, y hasta la masculina, empezó a importar menos y determinadas cantaoras que no eran muy favorecidas físicamente acabaron triunfando por lo que eran, grandes cantaoras. Y algunos cantaores también, aunque determinados empresarios y artistas siguieran cuidando la mucho la estética.
¿Han visto alguna vez a Antonio Mairena cantando con peluquín? Lo hizo, porque cuando cantaba para bailar se lo exigían. Luego no le importaba lucir su estupenda calva en peñas y festivales, y también en el teatro, porque no fue un hombre excesivamente coqueto, aunque, eso sí, elegante y siempre con gran respeto al público.
No quiero decir con esto que Pilar López tuviera en su compañía a los citados bailaores porque eran guapos y estaban bien hechos, sino porque eran grandes bailaores y bailarines. Pero la estética influía bastante en aquellos años y existieron los artistas floreros, no solo las mujeres. Y las buenas hechuras de los bailaores de los cuadros eran muy valiosas para determinados artistas y empresarios.
Juanito Valderrama me habló muchas veces de este tema y de cómo Pepe Marchena o El Pinto eran muy exigentes con los artistas de su compañía, a los que exigían siempre ir bien arreglados para salir al escenario. El genio de Marchena llevó en los años cuarenta una compañía a un pueblo de Málaga que no recuerdo y decidió incluir a algún aficionado de la localidad para meter más público en el teatro, algo muy normal en aquellos años. Contó con un tal Niño de la Espartera, un jornalero del campo, al que le obligó a ponerse un traje y un sombrero cordobés, porque cantaba por el maestro. Le costó trabajo, aunque lo convenció. Pero minutos antes de salir al escenario, el buen hombre decidió quitarse el traje y el sombrero porque sabía que se iban a reír de él sus paisanos y se plantó en el escenario con su ropa habitual y una gorra campera. Cuando lo vio Marchena mandó parar el espectáculo y despidió al mozuelo. “Una cosa es segar y otra ser artista”, le dijo.