En el flamenco no hay solo un tipo de aficionado, sino varios. Los hay nostálgicos, que es mi caso y lo reconozco públicamente: echo de menos a los que se fueron, los haya conocido personalmente o no. Los hay también que lo son solo a los artistas actuales, sobre todo a los más jóvenes. Luego existen los que lo son solo a la guitarra, al cante o al baile. Está también el aficionado que va en contra de los demás, llegando a ser intolerante con todos. Y, por último, el fan o fanático de su ídolo. Por ejemplo, el mairenista, el marchenista, el caracolero, el camaronero, el morentiano, el tortista o el povedista. Es un error pensar que si te gusta Mairena no te puede gustar también Marchena. Es como si al que le gustan las papas con bacalao no le pueden gustar también unos huevos con guisantes o el pollo al ajillo. Yéndonos a la pintura, ¿es posible ser admirador de Picasso y de Antonio López? ¿Por qué no?
Desde hace un tiempo hay cierta intolerancia hacia quienes nos gustan los cantaores melódicos, del corte de Mayte Martín o Arcángel, porque, al parecer, lo que te tiene que gustar es el cante rancio, como ocurrió cuando llegaron los festivales andaluces de verano y se pusieron de moda Mairena, Juan Talega, el Tío Borrico, Chocolate o Terremoto de Jerez. Hablabas de Vallejo o de Valderrama y te miraban como si estuvieras atentando contra las Sagradas Escrituras del Cante Gitano-andaluz. Antonio Mairena, del que fui amigo y admirador en mis comienzos como aficionado –sigo admirando aún su magisterio–, llegó a decirme, un día que le hablé de Marchena, que “ese no es de nosotros”.
Curiosamente, cantaores gitanos como Tomás Pavón o su hermana Pastora adoraban a Marchena. Tomás llegó a decir que cuando Dios le echó la sal a la tierra le cayó casi toda encima al Niño de Marchena. ¿En los tiempos de estos genios del cante no había problemas de trifulcas entre los aficionados y los propios artistas? Claro que sí, los ha habido en todas las épocas. Sabido es que el Planeta le llamó la atención al Fillo por no ceñirse a los cánones establecidos de la época, y estamos hablando de hace ciento setenta y cinco años. Sin embargo, creo que los aficionados eran mucho más tolerantes que ahora. Y los artistas también. Cuando le dieron la Llave del Cante a Manuel Vallejo, entregada en Madrid por Manuel Torres (1926), nadie dijo que cómo se le podía dar un galardón así a un cantaor con la voz que tenía. En cambio, cuando se la concedieron a Fosforito, casi noventa años después (2005), Lebrijano dijo que cómo se le podía dar la Llave del Cante a un mudo.
No hay que perder la esperanza, porque hay una legión de jóvenes aficionados que, quizás porque son otros tiempos, de más cultura musical y preparación, lo viven de otra manera y son más tolerantes. A lo mejor han entendido que se puede disfrutar más de este arte si abren el abanico de los gustos, si no se cierran. Incluso los jóvenes artistas son más abiertos. Por poner un ejemplo, es admirable el compañerismo y la camaradería de cantaores como Jesús Méndez y Antonio Reyes, Rancapino Chico y Pedro el Granaíno o Arcángel y Miguel Poveda. Y si nos vamos a las cantaoras, ahí están las buenas relaciones de Estrella Morente y Marina Herediao de Mayte Martín y Esperanza Fernández. Los artistas tienen que dar ejemplo porque ejercen una gran influencia en sus seguidores, positiva o negativa. No me quiero poner de ejemplo en nada, pero decidí muy pronto, cuando empezaba en esto, con 17 años, que en la variedad estaba el gusto. Dejé a un lado los prejuicios y llevo cuarenta años disfrutando del cante, de todos los cantes y todos los que saben cantar, por encima de las ideologías flamencas.