Cuando era niño y vivía en el campo, en Palomares del Río, escuchaba cantar de noche a los hombres que guardaban viñas, cortijos o fincas. Cantaban fandanguillos, campanilleros, sevillanas o soleares, casi siempre sin acompañamiento, a palo seco. Algunos estaban a más de tres o cuatro kilómetros de distancia y sus voces llegaban potentes y claras, porque tenían una técnica algo perdida ya que consistía en lanzar la voz lejos, como si lo hicieran con una honda.
Esa técnica la tenían también los cantaores y las cantaoras profesionales que cantaban en las plazas de toros o cines de verano, cuando no existía aún los amplificadores de sonido, lo que llamamos ahora megafonía. Hablé un día sobre esto con el cantaor extremeño Manolo Fregenal, que siempre tuvo un hilo de voz, aunque de miel, y me dijo que sin aquella técnica era imposible cantar en una plaza de toros ante tres o cuatro mil personas, como se hacía en la etapa de la Ópera Flamenca, en la que hasta un Chacón ya bastante mermado de facultades llegaba muy bien al público, a pesar de no tener el pito de Manuel Vallejo o la potencia de Manuel Centeno.
Esa técnica se ha perdido porque hay amplificadores de la voz y no es ya tan necesaria. Pero en más de una ocasión hemos visto cómo un cantaor ha tenido que parar un recital en una peña porque se había averiado la megafonía. Imaginaros en un festival de verano, al aire libre, en un recinto de dos mil metros y con dos mil personas. Hay excepciones muy notables que están en la mente de todos, pero, en general, los intérpretes del cante se están quedando sin voz.
Hoy no se le da tanta importancia a tener o no una gran voz, pero sí se le daba bastante en el siglo XIX o en la etapa ya citada de la Ópera Flamenca. Cuando le preguntaron un día a Chacón que qué tres cualidades debería tener un buen intérprete del cante, dijo sin titubear lo más mínimo: “Voz, voz y voz”. Evidentemente, un cantaor tiene que tener una gran voz para llegar a ser una primera figura y no necesariamente tiene que ser un vozarrón estridente, sino una voz con cualidades. Tomás Pavón tenía una gran voz y no destacó precisamente por su potencia, sino por muchas cualidades: se templaba bien en las salidas, ligaba los tercios con pasmosa facilidad, nunca descomponía la melodía, ni en los cantes más difíciles, y era capaz de sostener una nota de manera increíble. Por eso fue un genio, claro está.
Caracol tenía igualmente una gran voz, aunque distinta. Era una voz pequeña, pero bronca, afillá o gorda, dando la sensación de que tenía un vozarrón. Y Valderrama tenía una de las voces más completas de los cantaores de su tiempo, con unas cualidades únicas: afinación, cuadratura, calidad melódica y con unos registros nada comunes. Otro genio, sin duda. Como Antonio Mairena, un cantaor con unas facultades nada comunes en aquellos años.
Un día vamos a repasar más voces y a contar alguna que otra anécdota sobre determinados cantaores en referencia a la voz. Sabrán la de Rancapino en Carmona, donde el alcalde no le quiso pagar un recital porque pensó que iba mudo por haber estado todo el día de jarana. Y el maestro le dijo: “No, señor; es que yo canto ronco desde chico”.