He decidido aceptar el estigma. Abrazar el pecado, acostarme con el diablo y rendir homenaje al flamenco más vilipendiado. A primeros de julio, me tocó el honor de dar una charla acerca del quincuagésimo aniversario de la venerable Reunión de Cante Jondo de La Puebla de Cazalla, que se me antojó titular Me dicen que la pureza no existe. Con toda la ironía del mundo empleé aquella terrible palabra “p” que hoy en día provoca una mezcla de ridiculización y desprecio en cierto sector demográfico, léase “joven”. Resulta que Antonio Mairena nos mintió, ¿quién lo fuera a decir? Y Franco nos manipuló. Todo aquel producto que tanto nos conmovió, el cante de intérpretes como Terremoto, Talega, Chocolate, tantísimos, vaya, la misma Fernanda con su minúsculo repertorio que le servía de bisturí para abrirte el pecho y lacerarte el corazón, tantas voces cargadas de emoción. O así nos pareció en nuestra ingenuidad. Todo mentira, fíjate. Entonces me seco las lágrimas y me pongo a alabar el alto nivel y repertorio expansivo de una nueva generación. Me enorgullezco de poder abrir los oídos y la mente de par en par para localizar los soníos negros donde estén, incluso cuando apenas llegan a gris claro.
Pero luego, asisto a un humilde recital. Tan humilde que ni fue recital siquiera, sino unos cantes por soleá, tangos y siguiriyas para ilustrar una conferencia relacionada con la historia del flamenco. Dos aficionados que no se dedican profesionalmente, conocidos en Morón y para de contar, ambos llamados Antonio, lograron alinear los cuerpos celestiales de forma que fluyera el flamenco como yo y otros hemos aprendido a saborearlo. Tan impactante fue escuchar aquellos sonidos impuros, sin artisteo de ningún tipo, sin voces impostadas, sin puños y muecas, tan impactante fue, que un colectivo despertar pareció tener lugar en el saloncito multiuso. Cuando hubo terminado, nos miramos todos con caras de sonrisa media atontada que parecían decir: “sí…casi no me acordaba de esta forma de cantar”.
Calixto Sánchez cuenta a menudo que Pepe Pinto solía decir que para escuchar buen cante hay que buscar a los de las botas gordas, o sea, la gente sencilla, campesinos y demás. Estos Antonios setentones, el Carpintero y Chacón, tienen las botas muy gordas. ¿Es racismo esto que digo? No creo, al menos no hay esa intención. Estos hombres lucen una aplastante sinceridad en sus voces llanas. No se trata de niveles, no es cantar bien ni cantar mal. Es algo que te hace amar el cante por encima de cualquier cantaor, a la vez que el uno sin el otro no puede existir. Fresco, natural, estremecedor, cálido, sincero y lamentoso como las voces de los campesinos que de joven recuerdo haber escuchado retumbando a la distancia entre colinas al atardecer, dos o más a la vez, formando un coro inquietante.
Ahora mismo no estoy para que nadie me diga que la “pureza” es un engaño, o que “hay que renovarse”. Qué se renueve tu tía, oye, y que me perdonen ustedes la pequeña rabieta. Me muero de ganas de volver a escuchar esa manera de utilizar el cante para llegar al sitio donde tan bien me he sentido, donde me quedé embelesada escuchando sonidos impuros que no tienen precio. Literalmente. Porque no creo que se trafique ya con este tipo de cante sin adornos ni marketing.
He pasado 57 años de mi vida en busca del cante que en su día me enganchó. Entiendo que a estas alturas no tiene caso conformarme con menos.