Hay ya una gran cantidad de festivales internacionales de flamenco y cada uno tiene su sello. Me gustaría conocerlos todos poco a poco, aunque ya conozco algunos, como son los de Mont de Marsan y Nimes, dos grandes citas. Lamentablemente, si no me invitan será imposible conocer los demás pues los medios en los que escribo no se pueden permitir el lujo de enviarme, porque los viajes y los hoteles son caros. Hay una forma, hablar bien de ellos por las redes sociales para que te inviten con todos los gastos pagados. Es algo que no he hecho jamás, pero que se hace habitualmente.
Me encantaría asistir en enero a la Bienal de los Países Bajos, la de Holanda, pero he visto que la abre La Fiesta, de Israel Gaván, y se cierra con Don Quijote, de Andrés Marín, y como que se me han quitado un poco las ganas. Es verdad que se programa también flamenco más tradicional, pero llevan una línea algo alejada del flamenco que me más me interesa. Y, claro, vas porque te invitan y si criticas ya no vas más. Iré algún año, pues, corriendo con mis gastos, en plan turista y aficionado, porque aunque no me guste mucho su línea, es verdad que tengo cierto interés en estar un año.
Recuerdo que me invitaron hace unos treinta años a un festival que organizaban unos españoles en una importante ciudad europea. Dije que sí porque era una manera de conocer aquel país, aunque el cartel me mosqueó un poco. Iba de presentador, gratis, claro, y cuando llegó la hora de presentar el festival vi que era en un parque donde los asistentes al evento estaban tirados en el césped con manteles, mucha comida y bebida.
El escenario estaba en una carpa y creo recordar que en vez de micrófono me dieron un megáfono. Me negué a presentar el festival y me castigaron teniéndome tres días solo por aquella ciudad, sin conocerla, sin hablar inglés y sin dinero. Si no llega a ser por una camarera catalana, que me dio de comer y algo de cariño, me hubiera venido andando para Sevilla.
Me llamó mucho la atención que aquellos andaluces que emigraron en los sesenta y setenta a aquel país centroeuropeo se habían olvidado por completo de la esencia del buen flamenco y no tenían claro si Manolo Escobar y Caracol eran de la misma escuela. Estaban desarraigados y desorientados. Por fortuna, hoy es distinto y en muchas ciudades del mundo hay buenos festivales de flamenco. He estado en Nueva York, en el festival de Miguel Marín, y me vine para Andalucía maravillado de la buena organización y la calidad de un público que sabía lo que escuchaba y veía.
Hace muchos años conocí a un cantaor en Múnich, Alemania, el Niño del Arenal, que cantaba cada noche en un asador gallego, y que era además un bar de copas y música. Lo vi magullado y al preguntarle si había tenido un accidente, me respondió que no, que eran “heridas de guerra”. Resulta que rara era la noche en la que alguien no le pegaba tras cantar Mi carro, de Manolo Escobar, después de unos fandangos de Perlita de Huelva. Era sevillano, un cantaor sencillo, que si no cantaba esas cosas no comía. Había perdido el norte –el sur, más bien– de una manera increíble.
Hoy vas a escuchar flamenco fuera de España y te quedas maravillado de los aficionados que hay y del buen gusto que tienen montando festivales. No en todas partes, pero en la mayoría de las ciudades del mundo.