Hay días que es mejor no salir de casa porque las noticias te acosan y revuelven tu alma ya afligida por el inexorable paso del tiempo. Menos mal que el cuerpo ya no se entrega, porque está perdido, es la dura realidad con la que nos despertamos cada mañana. Y hoy me he despertado con la noticia de la muerte de uno de mis buenos amigos, con el que a lo largo de muchos años he mantenido una intensa amistad fraternal. Con mi primo Chiquetete he compartido momentos de gloria, pero también hemos sabido estar juntos en momentos difíciles en los que la vida te golpea y te zarandea hasta dejarte extenuado y hemos aprendido que sin dolor no hay ilusión, que la pureza se encuentra también en la luz herida que camina a ciegas por la vida, que sin amor la salvación es mentirosa.
Conocí a Chiquetete allá por los años sesenta cuando acababa de formar un grupo con Manuel Molina y Manolo Domínguez llamado Los gitanillos del Tardón, qué grandes artistas los tres nacidos de la miseria y la marginación. Además Chiquetete comenzaba a cantar para el baile en el Tablao Los Gallos en el barrio de Santa Cruz. Pero Antonio era sobre todo un enamorado de su Triana y allí, en la taberna El Morapio, en la calle Pelay Correa, pasamos alguna noche de vino y cante ante tanto sabio como por allí se prodigaba, Tragapanes, enraizado con la dinastía de Los Cagancho, El Pati, El Titi, El Maera, Esperanza, La Talegona, La Perla, El Herjías, Los Lérida, Oliver, El Arenero y tantos otros que por aquella universidad tabernaria pasaban. Eran años duros de posguerra en los que la marginación y la especulación empezaron a hacer mella en el barrio hasta acabar con la Cava de los Gitanos y de los Civiles y así iniciar su desintegración, que en definitiva era de lo que se trataba.
A partir de entonces nuestra relación fue siempre cordial y fluida hasta el punto de venir a cantar en el bautizo de una de mis hijas. En otra ocasión que visité Sevilla con mis alumnos nos acompañó y los deslumbró con su sencillez. Pero si algo hay que destacar era su enorme bondad y solidaridad con los más desfavorecidos. En varias ocasiones le propuse visitar Asprosub, hoy Fundación Personas, y no dudó ni un instante en venir y cantar a los residentes, incluso organizar varios festivales benéficos de forma desinteresada y totalmente gratuita. Cuando hablaba por teléfono, y lo hacía con cierta asiduidad, siempre me preguntaba por su gente, la de la Fundación, y mostraba su deseo de volver a compartir mesa con ellos pues le habían dejado una profunda huella. Además de artista, fue un gran compañero, siempre atento para ayudar al que lo necesitase, participando en festivales benéficos de forma siempre altruista. De las tres últimas actuaciones en Zamora, la del Barrio de Olivares fue magistral, encontrándose con un público entregado al que correspondió sobradamente. Sin embargo en las dos actuaciones siguientes se encontró con la incomprensión de algún compañero, además de una deficiente organización.
Su voz dulce y melodiosa, pero a la vez flamenca, estará siempre presente en el buen aficionado, a pesar de habernos dejado un artista que aportó al cante gitano esa pena que se ahoga en la garganta con hondas ansias de llorar, en palabras de Manuel Martín. Con él aprendimos también a soñar, a volar desde la emoción de su cante. Hoy quiero recordar esa voz con unos versos volanderos de nuestro Claudio Rodríguez: “Hay un suspiro donde ya no hay aire,/ sólo el secreto de la melodía/ haciéndose más pura y dolorosa/.
por José Ignacio Primo