La década de los años sesenta vio la intensa difusión de una nueva manera de presentar el flamenco. El formato ahora tan criticado por algunos, de los festivales al aire libre que duraban 6, 7 o más horas, con diez o más artistas principales llegó a ser la orden del día. Fosforito y el Lebrijano parecían estar en todos los sitios, igual que los bailaores Matilde Coral y Rafael el Negro, Trini España entre muchos otros, y maestros de la guitarra como Juan y Manuel Morao, Melchor de Marchena, Parrilla, Juan Habichuela…una ristra interminable de figuras cuyos nombres evocan flamenco en la mente de la mayoría de los aficionados de cierta edad.
Alfonso Eduardo Pérez Orozco, periodista y locutor de radio, íntimo amigo en su día del maestro Antonio Mairena, y colaborador en algunos de los primeros festivales junto a éste, explica que la idea del formato que llegaría a ser la norma en estos festivales, se inspiró en el Festival de Jazz de Newport que celebró su primera edición en 1954.
La movida de los festivales estaba en su auge a comienzos de los años setenta cuando pasaba los veranos siguiendo los más grandes con los artistas más relevantes, organizando mi calendario para no perder nada importante. Las entradas a los grandes festivales costaban el desorbitado precio (para la época) de 400 o 500 pesetas, unos tres euros al cambio actual: más de lo que cobraba por una noche de trabajo en cualquiera de los tablaos madrileños de entonces, cuando un litro de leche en la Calle Amor de Dios costaba 9 pesetas con 70 céntimos.
Estos festivales de “primera generación” no tenían actividades paralelas como conferencias, exhibiciones o charlas en mesa redonda, ni fueron presentados. Todo tenía lugar en una sola noche maratoniana de tanta extensión, que muchos saltaban las primeras horas para estar frescos del todo para los artistas principales que salían los últimos. Había protestas de los intérpretes en ocasiones. Recuerdo un año, no me acuerdo en qué evento, cuando la Susi se rebeló al tener que actuar a las 6 de la mañana después de haberse presentado, como le fue indicado, a las 10 de la noche anterior…¡no es para menos! Y el sonido, siempre nefasto. Pero te acostumbrabas…de alguna manera todo formaba parte del ambiente vivalavirgen en el que los tocaores de cada cantaor se solían decidir en el acto.
En aquellos años, el fin de fiesta, muy lejos del típico momento de “coge el dinero y corre” que hoy en día es la norma, duraba una eternidad. En particular, recuerdo a Antonio Mairena o el Lebrijano, cantando y bailando largo rato y a gustísimo por bulería. No es una exageración romántica: todavía conservo una grabación casera del Lebrijano, 28 minutos de bulería, solito. Es otro tema, ¡los palmeros! Llegado el momento de las bulerías, los cantaores solían pedir “una ayudita”…nunca había escasez de palmeros voluntarios ni de compás de primera.
Muchos festivales han celebrado sus quincuagésimas ediciones en años recientes, o están a punto de hacerlo. El más antiguo, el pionero, es el Potaje Gitano de Utrera, fundado sin intenciones grandiosas en 1957. Otros del “club de los festivales de las bodas de oro” son el Festival de Cante Jondo “Antonio Mairena” (1962), el Gazpacho Andaluz de Morón de la Frontera (1963), el Festival de Cante Grande “Fosforito” de Puente Genil (1966), la Caracolá de Lebrija (1966), la Reunión de Cante Jondo de La Puebla de Cazalla (1967), la Fiesta de la Bulería de Jerez de la Frontera (1967), el Festival de Cante Grande de Ronda (1968) y el Festival de Cante Grande de Casabermeja (1969) entre otros.
Numerosos festivales de menor envergadura han caído, incapaces de financiar o siquiera justificar este tipo de evento aparatoso. Otros se mantienen fieles a las costumbres, y los queremos por eso, más notablemente los de La Puebla de Cazalla y Casabermeja. Muchos de los que quedan ahora tienen una atmósfera moderna, casi fría, con chequeo y cacheo en la entrada, duración corta, cojines en los asientos… Todo muy civilizado, y los dos o tres artistas principales normalmente se esfuman después de actuar, evitando las reuniones informales que antes sucedían después de un festival y que terminaban con churros y chocolate.